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Pensé: “Me levantaré e iré por la ciudad, por las calles y las plazas, buscando al que ama mi alma”. Lo busqué, pero no lo hallé.
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Me encontré con los guardias que rondan la ciudad y les pregunté: “¿Han visto al que ama mi alma?”.
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Tan pronto como pasé de allí, hallé al que ama mi alma. Me prendí de él y no lo solté hasta que lo traje a la casa de mi madre, a la habitación de la que me concibió.
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¡Júrenme, oh hijas de Jerusalén, por las ciervas y por las gacelas del campo, que no despertarán ni provocarán el amor hasta que quiera!
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¿Quién es aquella que viene del desierto como columna de humo, perfumada con mirra, incienso y todo polvo de mercader?
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¡Miren! Es la litera de Salomón. Sesenta valientes la rodean, de los más fuertes de Israel.
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Todos ellos ciñen espadas y son diestros en la guerra. Cada uno lleva espada al cinto por causa de los temores de la noche.
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El rey Salomón se hizo una carroza de madera del Líbano.
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Sus columnas eran de plata, su respaldo de oro, su asiento de púrpura; y su interior fue decorado con amor por las hijas de Jerusalén.
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Salgan, oh hijas de Sion, y vean al rey Salomón con la diadema con que lo ciñó su madre en el día de sus bodas, el día en que se regocijó su corazón.