Y Ezequías recibió la carta de mano de los mensajeros, y la leyó; y subió Ezequías a la casa de Jehová, y la extendió delante de Jehová.

Ezequías recibió la carta... y... subió a la casa del Señor. Ezequías, después de leerlo, se apresuró al templo, lo extendió ante el Señor con la confianza infantil de la fe, como si contuviera burlas que afectaban profundamente el honor divino, e imploró la liberación de este orgulloso desafiante de Dios y del hombre. El espíritu devoto de esta oración, el reconocimiento del Ser Divino en la plenitud de Su Majestad, contrasta de manera tan sorprendente con la fantasía de los asirios en cuanto a su poder meramente local; su reconocimiento de las conquistas obtenidas sobre otras tierras, y de la destrucción de sus ídolos de madera, los cuales, según la práctica asiria, eran arrojados a las llamas, porque sus deidades tutelares no eran dioses; y el objeto por el cual suplicaba la interposición divina,

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