y se paró a sus pies detrás de él llorando, y comenzó a lavarle los pies con lágrimas, y se los secó con los cabellos de su cabeza, besó sus pies y los ungió con el ungüento.

Jesús era amigo de publicanos y pecadores, pero no en el sentido despectivo en que sus enemigos usaban la palabra. En esta historia se muestra la verdadera naturaleza de sus relaciones con las clases de personas a las que los fariseos santurrones tenían tanto desprecio. Uno de los fariseos invitó a Jesús a cenar con él, y Jesús aceptó, entró en la casa y se sentó a la mesa. No se mencionan los usos y costumbres preliminares mediante los cuales un anfitrión entre los judíos honraba a su invitado.

Entonces tuvo lugar un extraño incidente. Una mujer de la ciudad, un personaje notorio, se enteró de la presencia de Cristo en la casa del fariseo. Había sido engañada por los aparentes placeres del pecado, había recibido hiel y ajenjo en lugar de la esperada miel, y ahora estaba, desesperada, mirando hacia el abismo de una vida de vergüenza. Pero la noticia de Jesús, el Salvador de los pecadores, cuya bondad hacia los humildes y marginados fue anunciada por todas partes, la había llevado a comprender su posición; ahora sentía todo el peso de su corrupción y miseria.

Así que compró un jarrón de alabastro con un ungüento costoso y, entrando en la casa, se paró a los pies de Jesús, llorando tan amargamente en la plena conciencia de su pecaminosidad que sus lágrimas lavaron los pies de Jesús, y pudo probárselos con su pelo. Y ella besó Sus pies una y otra vez y los ungió con su precioso bálsamo. Fue una exhibición de dolor abrumador, combinado con un apego casi lamentable al Señor como el único en quien podía confiar.

Y las lágrimas de su dolor, como dice un comentarista, se convirtieron en lágrimas de gozo inefable de que Jesús no la despreciara, de que tuviera un Salvador con un corazón lleno de amorosa simpatía y gracia ilimitada incluso para los peores pecadores.

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