Manasés, el hijo de Ezequías, parece haberse propuesto la restauración más obstinada y persistente de toda forma de abominación. Todas las cosas específicamente prohibidas se establecieron en los lugares sagrados al nombre de Jehová; y con espantosa minuciosidad deshizo todo lo que había hecho su padre. La mano fuerte de Dios se extendió contra él, y con Asiria como azote, el rey fue llevado con grilletes, quebrado y derrotado.

En su angustia, la voluntad obstinada parece haberse doblegado, y clamó a Dios pidiendo ayuda. El arrepentimiento de Manasés fue evidentemente el tema principal en la mente del cronista, y aunque sus pecados están pintados fielmente y revelados en toda su horror, todo se convierte en un trasfondo que pone de relieve la genuina penitencia de Manasés y la pronta y amable respuesta de Dios.

Hay una advertencia solemne en la historia de Amón, quien, al llegar al trono, siguió el ejemplo anterior de su padre y fue tan completamente corrupto que sus propios sirvientes conspiraron contra él y lo mataron. Si bien el arrepentimiento del pecado personal trae el perdón inmediato, es muy probable que la influencia del pecado permanezca.

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