En este capítulo tenemos la visión de Juan del arreglo celestial para la administración terrenal. El programa está en la mano de Aquel que está sentado en el trono. Está escrito, pero sellado y nadie puede conocerlo. Este hecho produjo un gran dolor en Juan, por lo que lloró mucho, al ver que nadie podía tomar el libro y desatar los sellos para que el programa celestial se llevara a cabo a nivel terrenal.

Pero ahora apareció el Cordero, cuyo advenimiento fue anunciado por la música más maravillosa que se pueda imaginar. En el gran movimiento, los vivientes y los ancianos e incontables miles de ángeles se unieron a toda la creación de Dios. Como en la visión del orden celestial en el capítulo anterior el hecho del Trono fue la revelación suprema, aquí se revela el hecho igualmente glorioso de que la administración de la voluntad de Dios en los asuntos terrenales está encomendada a Cristo.

Si de hecho la visión anterior del orden celestial evita el pánico, esta visión inspira al corazón con estremecimientos de alegría y, forzosamente, hace que se exprese en un canto incesante. Ver el rollo en el que está escrita la historia del propósito y el programa divinos en la mano traspasada es prepararse para cantar el cántico de seguridad en medio de todos los eventos extraños y desconcertantes que vendrán a continuación.

La santidad se establece así en el trono central y actúa a través de Aquel que es por siempre el Exponente del Amor Infinito. Esto no deja lugar a dudas de que, pase lo que pase, estará de acuerdo con la más estricta justicia y la más tierna compasión. Bienaventurado el hombre que, en medio de todos los problemas y perplejidades de la era presente, permanece para siempre consciente del orden celestial establecido y del método de administración terrenal.

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