Aquí tenemos el movimiento final en el segundo de estos grandes discursos de despedida de Moisés. En él, el legislador levantó los ojos y miró la tierra que debía ser poseída, y procedió a decirle a la gente cómo debían adorar en la nueva tierra.

El primer reconocimiento y acto de adoración es necesariamente el de acercamiento a Dios. Por tanto, se les indicó que fueran al lugar de culto con las primicias de la tierra. Luego debía hacerse una confesión formal de triple naturaleza; en primer lugar, se indicaría el hecho de la posesión; en segundo lugar, debía recordarse el origen indefenso de la nación: "Un sirio a punto de morir era mi padre"; y, finalmente, la posesión de la tierra por parte del pueblo debía ser reconocida como la obra exclusiva de Jehová.

Con tal confesión, debían presentarse ofrendas al Señor y al pueblo para que se regocijaran juntos.

Luego siguió un reconocimiento del otro lado de la adoración, que es la expresión verdadera y externa del primero. Los obsequios debían ser otorgados a los hombres, los levitas, los extranjeros, los huérfanos y las viudas.

Una vez hecho esto, se debía ofrecer de nuevo una oración a Dios en la que se habla de los dones otorgados a los hombres como dedicados a él.

Todo esto es sumamente sugerente, ya que nos enseña que nuestra adoración solo puede perfeccionarse en el servicio a nuestros semejantes. El discurso terminó con palabras que le recordaron a la gente su relación con Dios. De la nación se afirmó: "Tú has declarado hoy a Jehová que es tu Dios". De Jehová se afirmó: "Jehová te ha declarado hoy ser pueblo para su propia posesión".

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