Los peregrinos vislumbran por primera vez la ciudad hacia la que se dirigen sus rostros. El viaje no ha terminado, pero desde algún terreno ventajoso allí en la distancia se ve el hogar del corazón. Está fundada sobre roca y se destaca en toda la majestuosidad y fuerza de su posición segura. A su alrededor están las montañas, protegiéndola de sus enemigos. Sobre él está el trono de Dios, asegurando un gobierno que le da a los justos su oportunidad. Es una imagen ideal, pero verdadera en cuanto a la intención divina.

Sin embargo, no es por el hecho material que los peregrinos cantan. Todo eso no es más que un símbolo de la seguridad, la protección y el gobierno de las personas que confían. Jehová es su cimiento de roca, su protección que lo abarca, su Rey entronizado. En él está toda su fuerza y ​​confianza, y en el camino, con la ciudad vista de lejos, de él cantan.

El cántico se funde en una oración para que Él ejerza en su favor toda esa guía y liberación de la que se jactan. Como en la canción anterior, miraron hacia atrás a aquello de lo que habían escapado, en esta esperan con ansias aquello a lo que se dirigen; y en cada caso su cántico es de Jehová. Esta es una verdadera retrospectiva y perspectiva, y ambas ministran la fuerza de la peregrinación.

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