Mateo 12:38

En todas las épocas, y quizás más a medida que el mundo envejece, los corazones de los hombres tienden a expresar el mismo deseo. La mente, flotando, por así decirlo, en un vasto mar, necesita, y con razón, un ancla segura. El hombre no puede decirnos lo que el hombre nunca ha visto. Anhelamos que se abra el mismísimo cielo; anhelamos ver la luz en la que Dios habita; anhelamos oír la voz de Aquel para quien todas las cosas son conocidas, quien no puede ser engañado ni engañado.

I. Este sentimiento, por su propia naturaleza, no es nada reprochable. Toda creencia no merece el nombre de fe, y es grandemente contra la sabiduría de Dios confundirlos. Si Dios no nos diera ninguna respuesta cuando le pedimos una señal del cielo, no se podría culpar a ningún hombre por permanecer en la incertidumbre; por el contrario, creer una cosa simplemente porque no nos gusta el sentimiento de ignorancia acerca de ella no es mejor que la locura.

O de nuevo, podría haber sido posible que Dios nos hubiera dado la respuesta exacta que deseábamos. Pero ninguno de estos es nuestro caso real; no se nos deja en la ignorancia total, ni se nos eleva al conocimiento perfecto. Hay un estado entre estos dos, y ese es propiamente el estado de fe. No hay lugar para la fe en la total ignorancia; pues creer entonces eran meras conjeturas ociosas; no sería fe, sino necedad. Tampoco hay lugar para la fe en el conocimiento perfecto; porque el conocimiento es algo más que creer. El lugar de la fe está entre ambos.

II. Que Cristo murió y resucitó de entre los muertos es la gran obra que Dios ha realizado para nuestra satisfacción; no es absolutamente la única señal que jamás ha dado ni mucho menos; pero es el más grande y va más directamente a la pregunta que más anhelamos haber respondido. Nos asegura de Dios que nos ama y nos amará por siempre. Para aquellos que lo piensan plenamente, se convierte en la verdadera señal del cielo que se requería; porque trajo a Dios al mundo, y el mundo cerca de Dios.

El que tiene la evidencia del Espíritu no solo cree que Cristo resucitó y fue visto por Pedro y por los demás apóstoles; Cristo también se le ha manifestado; sabe en quién ha creído. El cielo se abre y los ángeles de Dios ascienden y descienden cada hora sobre ese hijo del hombre que, mediante una fe viva en Cristo, ha sido adoptado por él para ser un hijo de Dios.

T. Arnold, Sermons, vol. v., pág. 7.

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