1-4 Las promesas de Dios son fuertes razones para que sigamos la santidad; debemos limpiarnos de toda inmundicia de carne y de espíritu. Si esperamos en Dios como nuestro Padre, debemos procurar ser santos como él es santo, y perfectos como nuestro Padre del cielo. Su gracia, por la influencia de su Espíritu, es la única que puede purificar, pero la santidad debe ser el objeto de nuestras oraciones constantes. Si los ministros del Evangelio son considerados despreciables, existe el peligro de que el Evangelio mismo sea también despreciado; y aunque los ministros no deben adular a nadie, deben ser amables con todos. Los ministros pueden buscar la estima y el favor, cuando pueden apelar con seguridad al pueblo, que no han corrompido a nadie por medio de falsas doctrinas o discursos lisonjeros; que no han defraudado a nadie, ni han tratado de promover sus propios intereses para perjudicar a nadie. Fue el afecto hacia ellos lo que hizo que el apóstol les hablara con tanta libertad, y lo que hizo que se gloriara de ellos, en todos los lugares y en todas las ocasiones.

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