5-11 Es nuestro deber mortificar nuestros miembros que se inclinan a las cosas del mundo. Mortificarlos, matarlos, suprimirlos, como la mala hierba o las alimañas que se extienden y destruyen todo a su alrededor. Hay que oponerse continuamente a todas las obras corruptas, y no hay que dar cabida a las indulgencias carnales. Hay que evitar las ocasiones de pecado: los deseos de la carne y el amor al mundo; y la codicia, que es idolatría; el amor al bien presente y a los goces exteriores. Es necesario mortificar los pecados, porque si no los matamos, ellos nos matarán a nosotros. El Evangelio cambia tanto las facultades superiores como las inferiores del alma, y apoya el gobierno de la recta razón y la conciencia, sobre el apetito y la pasión. Ahora no hay diferencia con el país, ni con las condiciones y circunstancias de la vida. Es el deber de cada uno ser santo, porque Cristo es el Todo del cristiano, su único Señor y Salvador, y toda su esperanza y felicidad.

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