20-22 Noé había salido ahora a un mundo desolado, donde, se podría haber pensado, su primer cuidado habría sido construir una casa para sí mismo, pero comienza con un altar para Dios. Comienza bien, comienza con Dios. Aunque el ganado de Noé era pequeño, y lo había guardado con gran cuidado y esfuerzo, no tuvo reparos en servir a Dios con él. Servir a Dios con nuestro poco es la manera de hacerlo más; nunca debemos pensar que se desperdicia aquello con lo que se honra a Dios. Lo primero que se hizo en el nuevo mundo fue un acto de adoración. Ahora debemos expresar nuestro agradecimiento, no con holocaustos, sino con alabanzas y piadosas devociones y conversaciones.

Dios estaba muy complacido con lo que se había hecho. Pero la carne quemada no podía agradar a Dios más que la sangre de los toros y de los machos cabríos, excepto como típica del sacrificio de Cristo, y como expresión de la humilde fe y devoción de Noé a Dios. El diluvio lavó la raza de los hombres malvados, pero no quitó el pecado de la naturaleza del hombre, que habiendo sido concebido y nacido en pecado, piensa, trama y ama la maldad, aun desde su juventud, y eso tanto después del diluvio como antes. Pero Dios declaró bondadosamente que nunca volvería a ahogar al mundo. Mientras la tierra permanezca, y el hombre sobre ella, habrá verano e invierno. Es evidente que esta tierra no permanecerá para siempre. Dentro de poco, ella y todas las obras que hay en ella serán quemadas; y esperamos cielos nuevos y tierra nueva, cuando todas estas cosas sean disueltas. Pero mientras permanezca, la providencia de Dios hará que el curso de los tiempos y las estaciones continúe, y hace que cada uno conozca su lugar. Y de esta palabra dependemos, que así será. Vemos cumplidas las promesas de Dios a las criaturas, y podemos inferir que sus promesas a todos los creyentes serán así

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