26-38 Tenemos aquí un relato de la madre de nuestro Señor; aunque no debemos rezarle, sí debemos alabar a Dios por ella. Cristo debe nacer milagrosamente. La alocución del ángel sólo significa: "Salve, tú que eres la especialmente elegida y favorecida por el Altísimo, para alcanzar el honor que las madres judías tanto han deseado". Este maravilloso saludo y esta aparición turbaron a María. El ángel le aseguró entonces que había encontrado el favor de Dios y que sería madre de un hijo al que llamaría Jesús, el Hijo del Altísimo, uno en naturaleza y perfección con el Señor Dios. ¡JESÚS! el nombre que refresca los espíritus desfallecidos de los pecadores humillados; dulce de decir y dulce de oír, ¡Jesús, un Salvador! No conocemos sus riquezas y nuestra propia pobreza, por lo que no corremos hacia él; no percibimos que estamos perdidos y perecemos, por lo que un Salvador es una palabra de poco gusto. Si estuviéramos convencidos de la enorme masa de culpa que pesa sobre nosotros, y de la ira que pende sobre nosotros por ello, lista para caer sobre nosotros, nuestro pensamiento continuo sería: ¿Es mío el Salvador? Y para encontrarlo así, deberíamos pisotear todo lo que obstaculiza nuestro camino hacia él. La respuesta de María al ángel fue el lenguaje de la fe y de la humilde admiración, y no pidió ninguna señal que confirmara su fe. Sin embargo, era grande el misterio de la piedad, Dios manifestado en la carne 1 Timoteo 3:16. La naturaleza humana de Cristo debía producirse así, como convenía que fuera la que iba a entrar en unión con la naturaleza divina. Y debemos, como María aquí, guiar nuestros deseos por la palabra de Dios. En todos los conflictos, recordemos que para Dios nada es imposible; y al leer y escuchar sus promesas, convirtámoslas en oraciones: He aquí la sierva voluntaria del Señor; hágase en mí según tu palabra.

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