Amós 7:1-17
1 Así me mostró el SEÑOR Dios: He aquí que él formaba un enjambre de langostas cuando comenzaba a brotar el heno tardío, después de la siega del rey.
2 Aconteció que cuando acababan de comer la hierba de la tierra, dije: — ¡Oh SEÑOR Dios, perdona, por favor! ¿Cómo podrá levantarse Jacob que es tan pequeño?
3 El SEÑOR desistió de ello. — No será así — ha dicho el SEÑOR — .
4 Así me mostró el SEÑOR Dios: He aquí que el SEÑOR Dios convocó para juzgar por fuego, y el fuego consumió el gran océano y una parte de la tierra.
5 Yo dije: — ¡Oh SEÑOR Dios, desiste, por favor! ¿Cómo podrá restablecerse Jacob que es tan pequeño?
6 El SEÑOR desistió de ello. — No será así tampoco — dijo el SEÑOR Dios — .
7 Así me mostró: He aquí que el Señor estaba de pie sobre un muro hecho a plomo, y en su mano tenía una plomada de albañil.
8 Entonces me preguntó el SEÑOR: — ¿Qué ves, Amós? Yo respondí: — Una plomada de albañil. Y el SEÑOR dijo: — He aquí yo pongo una plomada de albañil en medio de mi pueblo Israel. ¡No lo soportaré más!
9 Los altares de Isaac serán destruidos y los santuarios de Israel quedarán desolados. Y me levantaré con espada contra la casa de Jeroboam.
10 Entonces Amasías, sacerdote de Betel, envió a decir a Jeroboam, rey de Israel: “Amós ha conspirado contra ti en medio de la casa de Israel. ¡La tierra no puede soportar todas sus palabras!
11 Así ha dicho Amós: ‘Jeroboam morirá a espada e Israel saldrá de su tierra en cautiverio’ ”.
12 Y Amasías dijo a Amós: — ¡Vidente, vete; huye a la tierra de Judá y come allá tu pan! Profetiza allá
13 y no profetices más en Betel porque es el santuario del rey y la casa del reino.
14 Respondió Amós y dijo a Amasías: — Yo no soy profeta ni hijo de profeta; soy ganadero y cultivador de higos silvestres.
15 Pero el SEÑOR me tomó de detrás del rebaño y me dijo: “Ve y profetiza a mi pueblo Israel”.
16 Ahora pues, escucha la palabra del SEÑOR: Tú dices:“No profetices contra Israel ni prediques contra la casa de Isaac”.
17 Por tanto, así dice el SEÑOR: “Tu mujer se prostituirá en la ciudad; tus hijos y tus hijas caerán a espada. Tu tierra será repartida a cordel, tú morirás en tierra inmunda, e Israel definitivamente será llevado cautivo de su tierra”.
Dios había esperado pacientemente durante mucho tiempo. Más de una vez estuvo a punto de entregar a Israel a juicio. La intercesión del profeta, es decir, del Espíritu de Cristo que obraba en los profetas (intercesión, en verdad, que debía su eficacia a sus sufrimientos; cf. Salmo 18 ), había detenido el flagelo. Pero ahora Jehová se levantaría para juzgar, con el cordel de medir en Su mano, y nada lo desviaría.
Con la casa de Jehú Israel caería. De hecho, esto es lo que sucedió. Puede ser que los juicios anteriores se apliquen a la caída de la familia de Jeroboam, hijo de Nabat; ya la de la familia de Acab. Israel se había levantado de nuevo después de cada uno de esos eventos, pero no así después de la caída de la casa de Jehú.
Una profecía como esta estaba fuera de lugar en la capilla del rey. Una religión, arreglada por la política del hombre sin el temor de Dios, no puede soportar el testimonio de la verdad. Betel era la casa del reino. El sacerdote informa de todo al rey. Que el profeta se vaya a Judá. Allí se poseía a Judá y se podía proclamar la verdad; pero éste no era el lugar para verdades tan desagradables. El rey era el gobernante en todos los asuntos religiosos: el hombre era el amo.
Pero Jehová no renuncia a sus propios derechos. Amós no era profeta ni hijo de profeta. Él no tenía esta función por parte del hombre, ni por el deseo de su propio corazón. Jehová, en Su voluntad soberana, lo había designado, y su palabra era la palabra de Jehová. El sacerdote que se opusiera, sufriría las consecuencias de su temeridad, e Israel seguramente iría al cautiverio.