La Iglesia de los Primeros Días en Jerusalén, 42-47.

San Lucas nos da en estos pocos versículos un cuadro vívido y hermoso de los comienzos de la fe. Los creyentes ya no eran un puñado de hombres y mujeres. Una gran proporción de los tres mil que habían sido bautizados en Pentecostés sin duda eran habitantes de la ciudad, y estos ahora estaban constantemente con los apóstoles, escuchando de ellos lo que el Maestro había enseñado a los Suyos durante Su vida en la tierra. Diariamente en el Templo, observando cuidadosamente el antiguo ritual judío, y luego reunidos al anochecer, comerían en común la cena, y al final repetirían el acto solemne de partir el pan que Él había instituido en memoria de Su muerte.

Y así la fama de la nueva sociedad se difundió en el exterior. Su vida sencilla, generosa, temerosa de Dios; las maravillas y señales obradas por los apóstoles; las extrañas y conmovedoras revelaciones en los muchos idiomas en la fiesta de Pentecostés; y sobre todo, los recuerdos de aquel Maestro amoroso, tan conocido en Jerusalén, Sus poderes misteriosos, Su muerte, Su resurrección, que fue el punto central de la enseñanza de los apóstoles, obraron en la mente de los hombres, y cada día nuevos conversos se agregaron a la iglesia en rápido crecimiento.

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