Y subió la gloria del Señor. El Señor no abandonó Jerusalén de una vez; lo dejó poco a poco. Abandonó el templo antes de detenerse en el umbral de la ciudad; por fin se elevó sobre el monte de los Olivos, que estaba al oriente, ya la vista de Jerusalén, por así decirlo, para darles tiempo para reflexionar y arrepentirse. Esta no era solo una figura de lo que iba a suceder en Jerusalén por parte de los caldeos, sino de los males que les sobrevendrían después de la muerte del Señor Jesucristo. Este divino Salvador, después de haber agotado su paciencia al instruir, corregir y amenazar a Jerusalén, finalmente la abandonó y ascendió al cielo, desde este mismo monte de los Olivos, en presencia de sus apóstoles y discípulos. Ver Calmet.

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