La adoración a Dios ha sido descrita como «la honra y adoración que se le rinden en razón de lo que Él es en Sí mismo y de lo que Él es a aquellos que se la dan». Se presupone que el adorador tiene una relación con Dios, y que hay un orden prescrito del servicio o de la adoración. Los israelitas habían sido redimidos de Egipto por Dios, y por ello, como pueblo redimido podían allegarse al lugar por Él señalado para adorar en seguimiento de Sus instrucciones. Así, dice el salmista: «Venid, aclamemos alegremente a Jehová; cantemos con júbilo a la roca de nuestra salvación... Porque Jehová es Dios grande, y Rey grande sobre todos los dioses... Venid, adoremos y postrémonos; arrodillémonos delante de Jehová nuestro Hacedor. Porque Él es nuestro Dios; nosotros el pueblo de su prado, y el rebaño de su mano» (Salmo 95:1-7).

En los tiempos del AT los adoradores no podían entrar en el santuario divino. Solamente podían entrar en el patio exterior a él. Incluso el sumo sacerdote sólo podía entrar en el lugar santísimo sólo una vez al año, con sangre. Por lo demás, los mismos sacerdotes se quedaban limitados al santuario, sin poder atravesar el velo. Todo esto ha cambiado ahora. La redención ha sido cumplida, el velo ha sido rasgado de arriba abajo, Dios ha abierto de par en par el acceso a Él, y los adoradores, como sacerdotes, tienen libertad para entrar en el lugar santísimo. Dios ha sido revelado en los consejos de Su amor como Padre, y el Espíritu Santo ha sido dado. Por ello, el lenguaje de los Salmos ya no es adecuado para dar expresión a la adoración cristiana, debido a lo íntimo de la relación a la que ha sido traído el creyente. En el milenio, «el pueblo» no tendrá acceso en este mismo sentido. La verdadera figura para la actitud cristiana es la del sacerdote, no la del pueblo.

Los que adoran a Dios deben adorarle en espíritu y en verdad, y el Padre busca a los tales que le adoren (Juan 4:24). El deleite de ellos está en lo que Él es. Se gozan en Dios, y le aman, gloriándose en Él (Romanos 5:11). Adorar «en espíritu» significa adorar de acuerdo con la verdadera naturaleza de Dios, y en el poder de comunión que da el Espíritu Santo. Por ello, está en contraste con la adoración consistente en formas y ceremonias, y con la religiosidad de que es capaz la carne. Adorar «en verdad» significa adorar a Dios de acuerdo con la revelación que Él ha dado en gracia de Sí mismo. Por ello, «ahora» no sería adorar a Dios en verdad el adorarle «simplemente» como «Dios grande», «nuestro Hacedor» y «Rey grande sobre todos los dioses», como en el Sal. 95. Todo esto es cierto de Él. Pero a Él le ha placido revelarse a Sí mismo bajo otro carácter para los suyos, como Padre. Entran así en Su presencia con espíritu filial, y con la consciencia del amor que les ha dado un lugar ante Él en Cristo, como

hijos según Su buena voluntad. La consciencia de este amor, y de la buena voluntad de Dios de tenernos ante Él en Cristo, es entonces la fuente de la que surge nuestra adoración como cristianos. El Padre y el Hijo son conocidos, siendo la voluntad del Padre que todos honren al Hijo como revelador de la fuente del amor, y el Hijo conduce a los corazones de muchos hijos al conocimiento del amor del Padre. Así, la adoración se distingue de la alabanza y de la acción de gracias: es el homenaje tributado por el amor (Romanos 8:15), y vertido al Padre y al Hijo, conducidos en ello por el Espíritu Santo.

Bibliografía. 

Darby, J. N.: «On Worship», en Collected Writings, vol. 7, PP. 87-126; «The Father Seeking Worshipers», en Coll. Writ, vol. 34, PP. 333-342 (Kingston Bible Trust, Lancing, Sussex, reimpresión 1967); 

Gibbs, A. P.:«Worship, the Christian's highest occupation» (Walterick Pub., Kansas City, s/f);

Lacueva, F.:«Espiritualidad Trinitaria» (Clíe, Terrassa, 1983).


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