Cuando Pablo fue hecho prisionero recurrió a su derecho como ciudadano romano de apelar a César. La apelación, antigua prerrogativa aún vigente en el Derecho Romano, es aquella cláusula por la cual el reo puede pedir que su causa sea tratada por una autoridad superior a la del que lo ha encausado. Al ser condenado por un tribunal local y de provincia, Pablo, invocando sus privilegios (Hch. 25:11,12, 21, 25; 26:32; 28:19), pudo escapar a sus perseguidores y ser tratado más benignamente, como ciudadano romano.
En el griego del Nuevo Testamento, especialmente en los Hechos de los Apóstoles y en las cartas paulinas, se usa la misma palabra «epicaleo» para invocar el nombre del Señor y ser salvo (Hch. 7:59; 9:14, 21; Ro. 10:12-14; 1 Co. 1:2); y en el pasaje de 2 Co. 1:23, Pablo llama (apela) a Dios por testigo.
En la segunda carta de S. Pablo a Timoteo el apóstol recomienda a su discípulo apelar al Señor con el mismo verbo griego, y le dice que el Señor está para ayudar y defender en todos los momentos difíciles: «Huye también de las pasiones juveniles, y sigue la justicia, la fe, el amor y la paz, con los que de corazón limpio «invocan» al Señor (2 Ti. 2:22). El nombre de Cristo es nuestra mejor defensa si nosotros apelamos a Él. «¿No blasfeman ellos el buen nombre que fue invocado sobre vosotros?» (Stg. 2:7). Este nombre, que fue invocado sobre todo el pueblo de Israel, sirve también de defensa para todos los que cumplen la ley conforme a las Escrituras de Cristo. El apóstol Pedro nos dice que tenemos ante el Padre un intercesor si nosotros apelamos a Él (1 P. 1:17).