La blasfemia tiene en la Sagrada Escritura un sentido más amplio que en el lenguaje común. Incluía la calumnia, y abarca cualquier palabra o acto ofensivo a la majestad divina, como profanar lugares santos, alterar los ritos, violar conscientemente la ley, tomar el nombre de Dios en vano, etc. Para evitar todo lo más posible esto último, llegó a omitirse la pronunciación misma del nombre sagrado de Jehová sustituyéndolo con «Adonai» («Señor»).
En el Nuevo Testamento, blasfemia significa la usurpación por el hombre de las prerrogativas divinas. Los enemigos de Jesús lo acusaron de blasfemia (Mt. 19:26; Jn. 10:36), porque no reconocían su deidad. Los evangelistas consideran blasfemia toda injuria a Cristo. La blasfemia más grave, que no admite perdón, es la que va contra el Espíritu Santo (Mt. 3:28). Esta blasfemia particular en contra del Espíritu Santo fue atribuir la acción del Señor de echar fuera demonios a poder satánico, frente a la evidencia innegable de Su poder divino. Este pecado no iba a ser perdonado ni en este siglo, ni en el venidero. El contexto da evidencia de que «el pecado imperdonable» se refiere a esta forma particular de blasfemia (Mt. 12:24-32; cp. Mr. 3:22-30). Los judíos expresaban violentamente su indignación ante la blasfemia (Mt. 26:65; Hch. 7:51). La blasfemia era castigada con la muerte (Lv. 24:6; 1 R. 21:10; Hch. 6:13). (Véase también ESPÍRITU SANTO).