Antiguamente, los tomados en guerra, se veían como merecedores de la pena de muerte, y, por consiguiente, de cualquier tratamiento menos terrible que esta pena.
Se les ponía el pie sobre el cuello (Jos. 10:24) en prueba de sujeción abyecta, lo cual ilustra lo que dice el libro de los Salmos (Sal. 110:1).
Eran vendidos para la esclavitud, como José.
Eran mutilados como Sansón, Adonías o Sedequías.
Eran despojados de todos sus vestidos y llevados en tropel como trofeo del triunfo del vencedor (Is. 20:4).
Se escogían grandes cantidades de ellos, midiéndolos a menudo con cordel (2 S. 8:2), y los mataban (2 Cr. 25:12). Esto se hacía a veces con premeditada crueldad (2 S. 12:31; 1 Cr. 20:3).
Las condiciones del cautiverio eran tan terribles que a veces se vendía como esclavos a todo un pueblo, o se le deportaba.
Los romanos solían atar un cautivo vivo a un cadáver, y lo dejaban que así, ligado a él, pereciera, práctica que puede ilustrar la exclamación del apóstol: «¡Miserable hombre de mí!; ¿quién me librará del cuerpo de esta muerte?» (Ro. 7:24).