La palabra griega «zelos» viene de una raíz que significa «estar caliente, entrar en ebullición»; traduce bien la palabra hebrea «Quin-ah», cuya raíz designa el rojo que sale al rostro de un hombre apasionado. Esta pasión, semejante, a menudo, a la ira (Dt. 29:19), hace pensar en el fuego (Is. 26:11). Puede provenir de diversos sentimientos, desde el amor desinteresado hasta la sórdida envidia, amores, odios, celos (Ec. 9:6), furor, turbación, pasión vehemente, celo por la ventura del pueblo, por la honra de Dios (Nm. 25:11; 2 Co. 11:2): todos estos sentimientos pueden invadir el corazón del hombre y conducir a la ira (Pr. 27:4) o a una muerte de hombre (Gn. 4:5, 8; Nm. 25:7 ss). Esta violencia no es de suyo condenable; su valor depende del móvil que la inspira, según sea desinteresado o no. Existen en efecto, móviles egoístas.

Hay que reconocer, con los sabios, que la envidia, como «una carie en los huesos» (Pr. 14:30), estraga el corazón del hombre. Surge:

entre hermanos (Gn. 4:5-11; 37:11),

entre mujeres (Gn. 30:1),

entre esposos (Pr. 6:24; Nm. 5),

entre pueblos (Gn. 26:14; Is. 11:13),

y hasta entre justo e impío (Sal. 37:1; 73:3; Pr. 3:31; 23:17);

desune las comunidades cristianas con querellas (Ro. 13:13),

disputas (1 Co. 3:3; 2 Co. 12:20),

con amarguras y enredos (Stg. 3:14-16).

De este cuadro no habría que concluir, con el Eclesiastés, que todo esfuerzo y toda pasión del hombre provengan de la envidia (Ec. 4:4). Si el celo bien intencionado puede ocultar una real estrechez de espíritu (Nm. 11:29) existe, no obstante, también una llama de amor muy pura (Cnt. 8:6) que hay que reconocer, sobre todo, a través de los celos de Dios.

Los celos de Dios no tienen nada que ver con las mezquindades humanas. Dios no tiene celos de algún «otro» si pudiera serle igual, pero exige una adoración exclusiva por parte del hombre, al que ha creado a su imagen; esto se traduce en celos con los «otros dioses» (Éx. 20:5; 34:14; Dt. 6:l4 ss). Esta intransigencia, sin analogía en las religiones paganas, reflejan los textos antiguos y recientes de la Escritura; equivale al «fuego devorador» (Dt. 4:24). A Dios le hacen celoso los ídolos (Sal. 68:58; Dt. 32:16-21; 1 R. 14:22), a los que fácilmente se designa como «ídolos de envidia» (Ez. 8:3-5; 2 R. 21:7). En definitiva, si Dios es celoso, es que es santo y no puede tolerar que se atente contra su honor, ni que se desvíe de Sí a aquellos que Él ama.

Dios tiene diferentes medios para suscitar en Israel un celo a la imagen del suyo; por ejemplo, excita los celos de su pueblo otorgando su favor a las naciones (Dt. 32:21). Ordinariamente comunica su propio ardor a tal o cual elegido. Finees, hijo de Eleazar, está así «poseído de los mismos celos que yo», dice el Señor, aplacado por tales celos (Nm. 25:11); el profeta Elías, a pesar de lo único de su caso, se siente abrasado por el celo divino (1 R. 19:14); los Salmos, finalmente, pueden proclamar: «El celo de tu casa me devora» (Sal. 69:10; 119:139).

Los seguidores de Cristo van a verse expuestos con frecuencia a los ataques del celo de los enemigos que quieren exterminarlos (Hch. 5:17; 13:45; 17:5); los mismos celos auténticamente religiosos, pero poco iluminados (Ro. 10:2), animaban a Saulo cuando perseguía a la Iglesia de Dios (Fil. 3:6; Gá. 1:14; Hch. 22:3). Los cristianos no pueden dejarse contaminar por este celo, pero su espíritu puede sobrevivir en algunos «partidarios celosos de la ley» (Hch. 21:20).

Cristo, sin embargo, no tenía nada del partido de los zelotes. Se niega a justificar la rebelión contra el César (Mt. 22:15-21); cuenta, sí, entre sus discípulos a Simón el Zelote (Mr. 3:18; Lc. 6:15), pero condena las reacciones de los «hijos del trueno» (Mr. 3:17; Lc. 9:54), aun aceptando que se profesen prontos al martirio (Mt. 20:22). Finalmente, en la ocasión de su arresto se niega a resistir con las armas en la mano (Mt. 26:51 ss), pues no tiene nada de «bandido», es decir, de «jefes de pandilla» (Mt. 26:55).

Si Jesús rechaza todo espíritu zelote, conserva su pasión para con el reino de los cielos que «sufre violencia» (Mt. 11:12) y exige el renunciarlo todo, incluso la vida (Mt. 16:24 ss). Los seguidores de Cristo ven en la expulsión de los vendedores del Templo el gesto justo, al que el celo por la casa de Su Padre ha de conducir a la muerte (Jn. 2:17).

Hay, en efecto, un celo cristiano, el que muestra Pablo para con las iglesias que él ha fundado, como amigo del esposo (2 Co. 11:2).


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