Hay dos aplicaciones de esta palabra, una de las cuales es frecuentemente pasada por alto.
(a) La primera es la «confesión de pecado». Era ordenada por la ley, y si iba acompañada de sacrificio llevaba al perdón (Lv. 5:5; Nm. 5:7). Es hermoso ver cómo Esdras, Nehemías y Daniel confesaron los pecados del pueblo como si hubieran sido suyos propios (Esd. 9:1-15; 10:1; Neh. 1:6; 9:2, 3; Dn. 9:4-20).
Cuando Juan el Bautista estaba cumpliendo su misión, el pueblo «confesaba» sus pecados, y eran bautizados (Mt. 3:5, 6); del cristiano se dice: «si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad» (1 Jn. 1:9; cp. Sal. 32:5). Somos exhortados a confesarnos mutuamente nuestras ofensas (Stg. 5:16).
(b) La otra aplicación del término es la «confesión del Señor Jesús». Los gobernantes judíos dispusieron que si alguien «confesaba» que Jesús era el Cristo, fuera expulsado de la sinagoga (Jn. 9:22). Por otra parte: «si confesares con tu boca que Jesús es el Señor, y creyeres en tu corazón que Dios le levantó de los muertos serás salvo...» se confiesa para salvación. Aquí tenemos la profesión, como ciertamente se traduce la misma palabra, «homologeõ»: «Retengamos nuestra profesión», «Profesión de nuestra esperanza» (He. 5:14; 10:23).
Ante Poncio Pilato el Señor Jesús dio testimonio de la buena profesión: Confesó que era el rey de los judíos.
A Timoteo se le recuerda que él ha profesado una buena confesión (1 Ti. 6:12, 13).
Toda lengua tendrá que confesar que Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre (Fil. 2:11).
Es una gran gracia para el creyente poder confesarle ahora de corazón.