Al principio, y en el mismo NT, el término evangelio no designaba ningún libro, sino el mensaje, la buena nueva. Durante el período postapostólico (hacia el año 150 d.C., Justino Mártir, Apol. 1:66), sin embargo, el término «Euangelion» designaba ya además los escritos en los que los apóstoles daban testimonio de Jesús. Cada uno de estos escritos recibió el nombre de Evangelio; también se dio el nombre de Evangelio al conjunto de los cuatro escritos.
(a) Los cuatro evangelios.
El testimonio de la historia da prueba de que, desde el mismo principio, se atribuyeron los cuatro evangelios, respectivamente, a Mateo, Marcos, Lucas y Juan; ya en el mismo inicio de la era postapostólica la Iglesia consideró a los Evangelios como documentos autorizados, que presentaban el testimonio apostólico sobre la vida y la enseñanza de Cristo. Durante el siglo II se citaban, comentaban y leían los Evangelios: su autenticidad es incontestable. El examen de las epístolas del NT demuestra asimismo que sus alusiones a Jesús y a sus obras concuerdan con los relatos de los Evangelios. Podemos así tenerlos como totalmente dignos de crédito.
Los tres primeros evangelios presentan una gran cantidad de analogías. Presentan en general la vida del Señor bajo el mismo aspecto. Se les denomina Evangelios Sinópticos (del gr. «synopsis», «vista de conjunto»). Son, en cambio, de un carácter totalmente distinto del Evangelio de Juan. El tema principal de los Sinópticos es el ministerio de Cristo en Galilea; el cuarto evangelio, en cambio, destaca su actividad en Judea; sin embargo, la traición, el arresto, juicio, crucifixión, y la resurrección, son de tal importancia que aparecen en los cuatro evangelios. El único episodio anterior que figura en todos cuatro evangelios es la multiplicación de panes para alimentar a los 5.000. Los Sinópticos se refieren relativamente poco a la divinidad de Cristo, en tanto que Juan recalca el testimonio del mismo Jesús a este respecto. Los Sinópticos presentan sobre todo las obras de Jesús, así como sus palabras acerca del reino de Dios, las parábolas, las enseñanzas dadas al pueblo; Juan cita lo que Jesús dijo de Sí mismo, generalmente en discursos bien comprensibles. El cuarto evangelio supone e implica la existencia de los otros tres que, a su vez, se hacen inteligibles gracias a los hechos relatados en el Evangelio de Juan. Por ejemplo, Jn. 1:15 supone el conocimiento de Mt. 3:11, etc.; Jn. 3:24 el de Mt. 4:12; y Jn. 6:1-7:9, el de todos los relatos sinópticos del ministerio en Galilea, etc. Por otra parte, solamente los acontecimientos relatados en los caps. 1 y 2 de Juan explican la acogida que dieron a Jesús en Galilea, y la buena disposición de Pedro, Andrés, Santiago y Juan a dejarlo todo para seguir a Jesús. Asimismo, la repentina controversia acerca del sábado que se presenta en los Sinópticos (cp. Mr. 2:23, etc.) no se comprende sin el relato de Jn. 5.
Todo y teniendo las mismas características generales, cada uno de los tres Evangelios Sinópticos tiene sus propias características, debidas al objetivo del redactor y a la audiencia a la que se dirigía:
Mateo, que escribía para judíos, destaca la condición regia de Jesús, el Mesías. Se apoya constantemente en citas del AT, y expone la enseñanza de Cristo sobre el verdadero reino de Dios, en oposición a las opiniones erróneas que se daban en el seno del judaísmo.
Marcos escribía, en cambio, dirigiéndose primariamente a los gentiles, y recalca el poder de Cristo para salvación, manifestado en sus milagros.
Lucas, que fue durante largo tiempo compañero de Pablo, muestra al Señor en su carácter de Salvador lleno de gracia, ocupándose de una manera especial de los caídos, de los marginados, y de los destituidos.
Juan destaca sobre todo a Jesús como la Palabra divina encarnada, revelando el Padre a aquellos que quisieran aceptarlo.
Ninguno de los evangelistas se propuso presentar una biografía completa de nuestro Señor. Cada uno de los hechos y palabras de Jesús presentado en cada Evangelio tiene un propósito didáctico. Los evangelistas no actuaron con la pretendida frialdad objetiva de los historiadores. Su fin era además muy distinto del de un historiador (Jn. 20:30, 31; cp. 21:25): eran testigos de una Persona (Jn. 15:27; 17:20).
¿De dónde sacaron los evangelistas sus datos? Siendo que Mateo y Juan eran apóstoles, hubieran estado presentes en los sucesos que relatan o hubieron oído las palabras que registran. Marcos acompañó a Pablo y a Pedro; una tradición muy antigua afirma que Marcos resumió en su Evangelio la predicación de Pedro acerca de Jesús. Lucas, por su parte, afirma que recibió información de parte de los que «lo vieron con sus ojos, y fueron ministros de la palabra» y que redactó su Evangelio «después de haber investigado con diligencia todas las cosas desde su origen» (Lc. 1:1-4). Así, los Evangelios nos dan el testimonio de los apóstoles. Los numerosos puntos en común que se hallan en el lenguaje de los Sinópticos confirman este extremo. Un conferenciante itinerante, o un misionero en licencia temporal, cuando van de lugar en lugar contando sus experiencias, acaban recogiéndolo todo en un relato estereotipado, a fin de dar con precisión los mismos hechos, añadiendo de vez en cuando detalles que quizá se han omitido en otras ocasiones anteriores. Es probable que los apóstoles y los primeros evangelistas hayan procedido con frecuencia de la misma manera, de forma que su relato estaba, en cierta medida, estereotipado. Algo más tarde, se consignaron fragmentos de este relato en forma escrita, para provecho de las iglesias de nueva fundación. Es así que se dispersó, según nos lo dice la tradición inmediatamente posterior a los apóstoles, un relato evangélico de variada extensión, pero que ofrecería una gran uniformidad, incluso en la expresión. Las similaridades lingüísticas de los Evangelios Sinópticos indican así que nos transmiten el testimonio dado de Jesús por parte de los apóstoles. El cuarto evangelio, por otra parte, trata de temas que al principio no eran tan precisos. Juan, que conocía personalmente estas cuestiones, las expuso algo más tarde, cuando la Iglesia precisaba de su conocimiento.
(b) Crítica.
No hay ningún dato histórico que permita dudar que los Sinópticos hayan estado redactados entre Pentecostés y la destrucción del templo (entre los años 30 y 70) por los autores cuyo nombre llevan, o que hubieran estado escritos en griego. Sin embargo, la crítica ha intentado asignar una fecha tan tardía como fuera posible a la redacción de los evangelios, de manera que perdieran su valor testifical histórico. Para ello ha edificado toda una cadena de hipótesis de las que se da a continuación un breve resumen y examen.
La crítica literaria se apoya en una cita de Papías (a principios del siglo II) para rechazar la autenticidad del Evangelio griego de Mateo, admitida unánimemente por los Padres de la Iglesia. Papías escribió (Eusebio, «Historia Eclesiástica», III, 39:16): «Mateo ordenó las sentencias en lengua hebrea, pero cada uno las traducía como mejor podía.»
Basándose en esta cita, a pesar de nuestra total ignorancia acerca de estas «sentencias (gr., «logia») en lengua hebrea», se afirma lo que sigue:
(A) Mateo no escribió el Evangelio en griego por cuanto escribió las Logia en hebreo;
(B) el Evangelio de Mateo, escrito mucho tiempo después por algún desconocido, incluye posiblemente extractos de las Logia, pero han quedado entremezcladas con relatos procedentes de otras fuentes. La escuela de Baur se ha destacado por su afán en discernir una falta de unidad en el Evangelio griego que lleva el nombre de Mateo (cp. P. Fargues, «Les origines du N. T.», París, 1928, PP. 56ss.). Este trabajo de zapa es esencialmente subjetivo y marcado de entrada por un dogmatismo apriorístico sistemático y muy tendencioso. No se puede pretender que Mateo escribiera las Logia y no escribiera posteriormente el Evangelio que lleva su nombre. Ireneo (Contra Herejías, 3:1, 1), entre otros, da testimonio de Mateo como autor de este Evangelio. Se trata de un sólido y permanente testimonio histórico frente a unas opiniones personales muy condicionadas por una filosofía en principio hostil a la factualidad de la revelación divina.
Con respecto a Marcos, no habría sido el autor del segundo evangelio. Estaría basado en un documento imaginario que nadie ha visto jamás: el proto-Marcos, y la redacción del Evangelio hubiera implicado fuentes diversas que permitirían postular ciertas «incoherencias». Sin embargo, las evidencias internas del segundo evangelio revelan una estrecha relación con Pedro y su testimonio (cp. J. Caba, «De los Evangelios al Jesús histórico», Madrid 1970, PP. 133-135).
Hay otra clase de evidencia que ha salido recientemente a la luz con respecto al Evangelio de Marcos. La identificación de unos fragmentos de papiro escritos en griego en la llamada Cueva 7 de Qumrán, fechados entre el 50 y el 100 d.C., como pertenecientes al Evangelio de Marcos, hace desvanecer definitivamente las dudas que se habían arrojado sobre la fecha de su redacción. El Padre José O'Callaghan, S.I., que llevó a cabo, tras penosas investigaciones, esta identificación sobre nueve fragmentos, dice: «Creo que me he encontrado con una evidencia innegable de que ciertos libros clave del Nuevo Testamento circulaban ya en vida de aquellos que habían caminado y hablado con Jesús» (cp. J. O'Callaghan, S.I., «Los papiros griegos de la Cueva 7 de Qumrán», Madrid, 1974; D. Estrada y William White, Jr., «The First New Testament», Nashville, 1978).
Del tercer evangelio se afirma que, aunque está marcado por una unidad más real que los anteriores, no puede ya ser atribuido a Lucas, y como única razón se dice que sería del mismo autor que el del libro de los Hechos. Pero ¿qué podría impedir a Lucas ser el autor tanto de Hechos como del Evangelio que lleva su nombre? Si el Evangelio es del mismo autor que Hechos, cuadra perfectamente bien como el «primer tratado» del que hace mención en Hechos 1:1.
Por lo que respecta al cuarto evangelio, la crítica literaria rehúsa asimismo atribuirlo a Juan. El discípulo amado (Jn. 19:26; 20:2) que, modestamente, no quiso poner su nombre, ha sido universalmente reconocido por la tradición de la iglesia desde los primeros siglos como el autor. Jamás se ha dudado en el seno de la iglesia que Juan hubiera sido «aquel discípulo que da testimonio de estas cosas, y escribió estas cosas» (Jn. 21:24). Nunca ha dudado la iglesia que él fuera el más capacitado para completar la obra de los sinoptistas, al relatar, por ejemplo, las comunicaciones del Señor a sus discípulos en la víspera de su muerte (Jn. 15-16). El cuarto evangelio nos hace entrar profundamente en la intimidad de Cristo, e insiste más que los otros en la divinidad del Salvador, el Verbo eternamente existente (Jn. 1:1-2, 18; 8:58), «Creador» y «Luz» (Jn. 1:3-12).
Para la crítica racionalista y modernista, todo el elemento dogmático que caracteriza al cuarto evangelio proviene en línea recta del misticismo griego, hallando su origen en la filosofía alejandrina del siglo I. A esto se podría replicar que estas afirmaciones provienen de un desconocimiento total del pensamiento bíblico, totalmente ajeno al pensar helénico, si no estuvieran dominadas por la postura a priori que las ha motivado: que se busca negar a los Evangelios su valor como documentos históricos fidedignos. Quien lea el cuarto evangelio sin prejuicios previos, junto con la 1ª Epístola de los Corintios, y constate que Juan, al igual que Pablo, usó el vocabulario helénico, reconocerá que lo hizo precisamente para mostrar la sima que separaba a la revelación bíblica del dogma pagano de los griegos.
Con respecto a la redacción del Evangelio de Juan, frente a los muchos intentos de los racionalistas y modernistas para atribuirle una fecha de redacción postapostólica, se levanta el hecho de la existencia, en la Biblioteca John Rylands, de la Universidad de Manchester, de un fragmento de un códice que contiene unos cuantos versículos de Juan 18. Dice el doctor F. F. Bruce: «Naturalmente, este pequeño fragmento no puede dar una gran contribución a la crítica textual; su verdadera importancia reside en el testimonio que aporta en favor de la fecha tradicional de su redacción por parte de Juan (alrededor del año 100 d.C.)» (cp. F. F. Bruce, «The Books and the Parchments», Pickering and Inglis, Ltd., Londres, 1963, p. 181).
(c) Fecha.
Si bien es difícil asignar una fecha precisa a la redacción de los Evangelios Sinópticos, se puede aceptar que fueron escritos alrededor de unos 40 años después de la muerte y resurrección del Señor, entre el 65 y 70 d.C. En esta época, los relatos orales que circulaban en las comunidades palestinas debieron quedar fijados por escrito. La lengua griega estaba entonces muy difundida por todo el mundo mediterráneo.
El cuarto evangelio fue indudablemente escrito bastante más tarde, mucho después de la caída de Jerusalén, al final del siglo I. Es obra del apóstol Juan, autor asimismo de tres cortas epístolas que llevan su nombre, y del libro del Apocalipsis, que recibió del Señor cuando estaba desterrado en la isla de Patmos (Ap. 1:9).
A mediados del siglo XX se propuso un nuevo método de estudio del NT que cuenta en la actualidad con numerosos adeptos. Se trata del método de la crítica formal o crítica de las formas (Formgeschichtliche Schule, o Form Criticism), del que Rudolf Bultmann, profesor de Marburgo, es el principal exponente e impulsor. Entre los representantes más importantes de esta escuela puede citarse a Dibelius, Schmidt, Easton, Grant, Lightfoot. Estos autores suponen que diversas tradiciones sirvieron como base para la elaboración de los Evangelios, pero que primero circularon oralmente durante muchos años. Entre estas tradiciones orales se hallarían paradigmas, historias, leyendas, milagros, parábolas, logias, profecías. Estas tradiciones hubieran sido ordenadas en base a los intereses religiosos de las comunidades primitivas. El cuadro cronológico y los detalles geográficos serían una posterior aportación, añadida a los incidentes separados y a los discursos. Se afirma, así, que el Evangelio no es una narración. Es «kerigma», predicación. La verdad, en este esquema, es extra, o suprahistórica. Hace falta salir del plan histórico para llegar a la verdad. El método de la crítica formal practica lo que se llama la desmitologización, es decir, la retirada de las formas, o mitos, para poder ver a través de la historia evangélica. Entre estos mitos, que sin embargo son declarados objetos de fe, se hallan los relatos de la navidad, del bautismo, de la tentación, de la resurrección, etc. En suma, todo el marco histórico de los Evangelios (cp. las obras de R. Bultmann, y en particular «Theologie des Neuen Testaments», 3 tomos, Tubinga, 1958; «Geschichte und Eschatologie», Tubinga, 1958. Esta última obra reúne seis conferencias dadas en Edimburgo en 1955 bajo el título general de «History and Eschatology»).
La crítica formal constituye una negación total de la historia. Esencialmente existencialista, este método busca un puro subjetivismo. Es el mundo concreto en el que estamos inmersos lo que nos abre al ser, decía Heidegger. Es el mundo lo que nos abre a la verdad y a Cristo, dice Bultmann. Pero el mundo concreto no tiene sentido más que por el hombre; está muerto sin él. Y cuando el hombre ha desmitologizado (o desmitificado) la totalidad de la tradición evangélica, ¿qué queda en los Evangelios? ¿Qué queda de Cristo? Un misterio que se esconde detrás de los Evangelios con una indescriptible imprecisión. Jesús dijo: «Si creyeseis a Moisés, me creeríais a mí, porque de mí escribió él. Pero si no creéis a sus escritos, ¿cómo creeréis a mis palabras?» (Jn. 5:46, 47).
Estas hipótesis tan precarias se basan en una distorsión de la historia de la transmisión del texto evangélico y del desarrollo de la iglesia apostólica. Su endeblez más bien sirve para confirmar la convicción de que los Evangelios son lo que pretenden ser: documentos históricos y testificales; si no lo fueran, nuestra fe sería tan sólo una palabra carente de todo contenido.
Para tener una idea clara de la vida de Cristo y de su ministerio, es conveniente tener a mano una Armonía de los Cuatro Evangelios, preparada teniendo en cuenta las indicaciones cronológicas y otras indicaciones históricas que sean de utilidad. Se debe tener en cuenta que en muchos de sus puntos, una tal armonía sólo podrá ser aproximada. Una obra a señalar para el lector hispano es «Una armonía de los Cuatro Evangelios» de A. T. Robertson (Casa Bautista de Publicaciones, El Paso, Texas, 1975).
Bibliografía:
T. D. Bernard: «El desarrollo doctrinal en el Nuevo Testamento» (Pub. de La Fuente, México D. F. 1961),
F. F. Bruce: «The Books and the Parchments» (Pickering and Inglis, Londres, 1950),
J. Caba, S. I.: «De los Evangelios al Jesús histórico» (Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid, 1971),
J. O'Callaghan, S.I.: «Los papiros griegos de la cueva 7 de Qumrán» (Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid, 1974),
H. E. Dana: «El Nuevo Testamento ante la Crítica» (Casa Bautista de Publicaciones. El Paso, Texas, 1965),
H. M. Conn: «Teología contemporánea en el mundo» (Subcomisión literatura Cristiana de la Iglesia Cristiana Reformada, Grand Rapids, Michigan s/f);
D. Estrada y William White Jr.: «The First New Testament» (Thomas Nelson. Pub. Nashville, Tennessee, 1978);
Eusebio de Cesarea: «Historia Eclesiástica» (Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid, 1973);
W. Kelly: «Lectures Introductory to the Gospels» (Bible Truth Publishers, Oak Park, Illinois, 1866/1970);
J. McDowell: «Evidencia que exige un veredicto» (Vida, Miami, 1982),
J. McDowell: «More Evidence that Demands a Verdict (Campus Crusade for Christ International, Arrowhead Springs, San Bernardino, California, 1975);
A. T. Robertson: «Una Armonía de los Cuatro Evangelios» (Casa Bautista de Publicaciones, El Paso, Texas, 1975);
E. Trenchard: «Introducción a los Cuatro Evangelios» (Literatura Bíblica, Madrid, 1974).