Se guardaba anualmente, para la humillación del pueblo y expiación de sus pecados. Ese día el sumo sacerdote ofrecía sacrificios como una purificación del santuario, por los sacerdotes y por la nación (Lv. 16; 23:26-32; Nm. 29:7-11).

Se guardaba el décimo día del séptimo mes por la suspensión de los trabajos diarios, por una santa convocación y por ayuno, el único ayuno prescrito por la Ley.

Sólo este día entraba el sumo sacerdote en el lugar «santísimo» (He. 9:7). Para ello se vestía simplemente de lino blanco y quemaba incienso para que el humo cubriera el propiciatorio. En seguida rociaba, sobre el propiciatorio, y por abajo, la sangre del novillo que había ofrecido por sus pecados y los de los sacerdotes. Después volvía a entrar con la víctima ofrecida por los pecados de la nación y con la sangre rociaba el velo. Por medio de ritos semejantes hacía expiación por el lugar santo y el altar de los sacrificios.

La Epístola a los Hebreos indica que la entrada del sumo sacerdote en el lugar santísimo una vez al año, y no sin sangre, prefiguró la entrada de Jesús, el gran Sumo Sacerdote, una vez por todas en los cielos, habiendo adquirido para nosotros la salvación (He. 9:1-12; y 9:24-28), y con ella el perdón de los pecados y la justificación del pecador, haciendo inútiles los sacrificios de expiación.


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