Toda persona que, no siendo israelita, perteneciera «a las naciones» (gentil, que proviene del latín «gentilis», de «gens», nación), estando sometida a otras autoridades y a otra religión que la de Israel.
Reciben de una manera el nombre de extranjeros, p. ej., las siguientes naciones:
los madianitas y los egipcios (Éx. 2:22),
los jebuseos (Jue. 19:12),
los filisteos (2 S. 15:19),
los moabitas, amonitas, sidonios, heteos (1 R. 11:1).
No quedaban contados entre los extranjeros:
(a) los esclavos comprados por dinero, ni los prisioneros de guerra; éstos estaban en poder de sus dueños, y sometidos a las leyes israelitas (Gn. 17:12; Éx. 21:20-21);
(b) los prosélitos, esto es, los extranjeros que hubieran adoptado la religión de los israelitas (Gn. 34:14-17; Is. 56:6-8; Hch. 2:10).
La Ley de Moisés y el AT distinguen entre los extranjeros establecidos en medio de los israelitas, pero sin ser de su raza, y los visitantes temporales, no israelitas (Éx. 20:10; Lv. 16:29; 17:8; 2 S. 1:13; Ez. 14:7).
El extranjero, considerado casi como ciudadano, tenía sus derechos y deberes bien definidos. Dios ordenó a los israelitas que el extranjero fuera tratado con benevolencia (Lv. 19:33, 34; Dt. 10:18, 19). La Ley salvaguardaba sus intereses (Éx. 22:21; 23:9; Dt. 24:19, 20).
Las prohibiciones impuestas a los israelitas afectaban también al extranjero (Éx. 12:19; 20:10; Lv. 16:29; 17:10; 18:26; 20:2; 24:16).
Con respecto a Lv. 17:15, esta ordenanza fue posteriormente modificada por Dt. 14:21. El extranjero no estaba obligado a la totalidad de los deberes religiosos que concernían a los israelitas. Si se trataba de un hombre libre, podía abstenerse de la circuncisión y de la Pascua (Éx. 12:43-46).
La ley exhortaba a Israel a invitar al extranjero a las comidas solemnes de los sacrificios (Dt. 16:11, 14). Tenía derecho a ofrecer sacrificios a Jehová; si caía en un pecado involuntario, se beneficiaba del perdón concedido al individuo o a la colectividad; las ciudades de refugio le protegían contra el vengador de la sangre (Lc. 17:8; Nm. 15:14, 26, 29; 35:15). Cuando quedaba contaminado, tenía que someterse a los ritos de la purificación (Lv. 17:15; Nm. 19:10). Si el extranjero y los varones de su casa estaban circuncidados, podían participar de la Pascua (Éx. 12:48, 49). Pero el año del Jubileo no traía la libertad al extranjero que había caído en la esclavitud. Podía ser vendido y llegar a ser, por herencia, propiedad de los hijos de su dueño (Lv. 25:45, 46).
El extranjero no asimilado se encontraba con algunas prescripciones negativas, porque Israel debía seguir siendo el pueblo santo, separado para Dios (Dt. 14:2). Los matrimonios mixtos estaban prohibidos (Éx. 34:16; Dt. 7:3; Jos. 23:12). No se podía permitir que ningún extranjero subiera al trono (Dt. 17:15), ni que entrara en el santuario (Ez. 44:9; Hch. 21:28; cp. Dt. 23:3, 7-8).
En una época posterior, los judíos de observancia estricta ni comían ni bebían con gentiles (Hch. 11:3; Gá. 2:12). Estos últimos, sin embargo, podían, en todo momento, acceder al judaísmo (Gn. 17:27; 34:14-17; Mt. 23:15).
Israel esperaba el día en que serían integrados al reino. (Véase PROSÉLITO.)
Los amonitas y moabitas estaban sometidos a una cláusula especial: no podían venir a formar parte de la comunidad israelita ni siquiera si se circuncidaban (Dt. 23:3). Pero el hijo de un israelita y de una moabita era admitido (cp. Isaí, Roboam). Cuando los israelitas se apoderaron de Canaán, les fue totalmente prohibido aliarse mediante matrimonio con sus habitantes idólatras (Dt. 7:3). La mayor parte de los cananeos que sobrevivieron a la conquista se hicieron prosélitos. Bajo Salomón, el reino contaba con 153.600 extranjeros (2 Cr. 2:17).
En el NT, el término extranjero no tiene el sentido preciso que exhibe en el AT; puede referirse a:
un desconocido (Jn. 10:5),
un viajero (Lc. 17:16, 18),
un visitante (Lc. 24:18),
un judío perteneciente a la Diáspora (Hch. 2:10; 1 P. 1:1).
Tanto los santos del AT como los del NT eran y son extranjeros sobre la tierra. David dijo: «Forastero soy para ti, y advenedizo, como todos mis padres» (Sal. 39:12). Confesaban «que eran extranjeros y peregrinos sobre la tierra» (He. 11:13). Lo mismo es cierto de los santos en el día de hoy (1 P. 2:11). Su ciudadanía se halla en el cielo, y esta tierra ya no es su hogar ni su reposo (Fil. 3:20).