(gr. «Ekklesia», del verbo «ek kaleõ», «llamar fuera de»).
(a) Uso del término.
En los estados griegos recibía este nombre la asamblea de los ciudadanos, convocada por un heraldo para tratar y decidir los asuntos públicos (cfr. la asamblea alborotada de Éfeso, Hch. 19:32, 41).
La LXX traduce como «ekklesia» el término hebreo «kãhãl», que designa a la asamblea o congregación de Israel. Es en este sentido que Esteban habla de «la congregación» («ekklesia») que estuvo con Moisés en el desierto (Hch. 7:38).
El Señor Jesús emplea por primera vez en el NT el término iglesia, que va a recibir un tratamiento tan corriente en el NT. Señalemos ya aquí que este término no designa jamás un edificio ni un lugar de culto, como sucede en la actualidad.
(b) Definición.
En esencia, la Iglesia es la comunidad de todos los creyentes del Nuevo Testamento que han sido unidos por el lazo de la fe y de la acción regeneradora del Espíritu Santo, de una manera vital, a Jesucristo. Esta Iglesia «espiritual» es el cuerpo místico del Señor, del que se llega a ser miembro por el bautismo del Espíritu, y en este sentido sólo es discernida por los ojos de la fe (1 Co. 12:13).
Es «universal» por cuanto todos los hijos de Dios de todos los países y procedencias forman parte de ella (Hch. 2:47; 9:31), comprendiendo también a todos los rescatados ya recogidos en el Señor (He. 12:22-23). Si bien en cierto sentido es «invisible», es al mismo tiempo «visible», pues se halla en la tierra manifestada por medio de miembros vivos y activos, para que el mundo pueda ver su amor fraternal, constatar sus buenas obras, y comprender su fiel testimonio del Señor (Jn. 17:21; 1 P. 2:12; Fil. 2:15-16). Asimismo, es también «local», ya que en el NT la comunidad cristiana de cada localidad era considerada como una iglesia, lo que permite emplear asimismo el término «iglesias» (Hch. 8:1; 11:26; 13:1; 14:23, 27; 15:41; Ro. 16:4-5; 1 Co. 7:17; 1 Ts. 2:14).
(c) Relación entre Cristo y la Iglesia.
La relación entre Cristo y la Iglesia queda maravillosamente ilustrada en el NT. Cristo es la Cabeza, el Jefe del Cuerpo de la Iglesia (1 Co. 12:12-13, 27; Ef. 5:23, 30); es el Esposo celestial, que se ha unido tan íntimamente a ella que los dos ya no son más que una sola carne (2 Co. 11:2; Ef. 5:31-32). Es la piedra cabecera del ángulo del templo del Señor, cuyas piedras vivas son los creyentes individuales edificados sobre el fundamento de los apóstoles y profetas (Ef. 2:19-22; 1 P. 2:4-5; es así como se debe interpretar Mt. 16:18, siendo que Pedro fue el primero en confesar claramente el nombre del Salvador, siendo en este sentido la primera piedra individual puesta sobre el fundamento. Cfr. Hch. 4:11-12). Cristo es asimismo el sumo sacerdote que encabeza el regio sacerdocio constituido por todos los miembros de la Iglesia (1 P. 2:5, 9-10; He. 9:11, 14; Ap. 1:6).
(d) Unidad.
La unidad de la Iglesia es un don de Dios y un milagro conseguido por la obra de la Cruz y de Pentecostés, reuniendo en uno solo a los hijos de Dios que estaban esparcidos (Jn. 11:52; Ef. 2:13-16; 1 Co. 12:13). Así se cumple la oración intercesora de Cristo, pidiendo para los suyos una perfecta unidad de naturaleza, semejante a la del Padre y el Hijo (Jn. 17:11, 20-23). La base séptuple de esta unidad queda indicada en Ef. 4:4-6; esta unidad existe entre aquellos que adoran y sirven al Dios uno y trino, que han venido a ser miembros del cuerpo de Cristo, la Iglesia, por el bautismo del Espíritu, teniendo la sola fe que salva y la esperanza viva del retorno de Cristo. Fuera de esta base, es ilusoria toda búsqueda de unidad. De todas maneras, no tenemos que hacer, ni organizar la unidad, que es espiritual, mediante nuestros esfuerzos, sino guardarla en el vínculo de la paz (Ef. 4:1-3). Esto demanda un constante esfuerzo de los creyentes, y debe llevarnos a la confesión de que todos hemos pecado gravemente a este respecto. ¡Se debería prestar más atención a la severa advertencia de 1 Co. 3:16-17 !
(e) Dones y ministerios en el seno de la iglesia.
En el Cuerpo de Cristo cada miembro recibe uno o varios dones del Espíritu, para capacitarle a actuar en bien del resto de los miembros. Una enumeración de los dones y ministerios posibles se halla en 1 Co. 12:7-11, 28-30; Ro. 12:4-8; Ef. 4:11 (véase CARISMAS).
Por cuanto todos los miembros del cuerpo de Cristo son así dotados y llamados al sacerdocio, no existe jerarquía en la Iglesia, ni división entre clero y laicos. Lo que sí existe es una armónica distribución de los dones y ministerios, ejercidos en mutuo amor y sumisión los unos a los otros (1 P. 4:10-11).
En la Iglesia del NT los apóstoles ejercieron un papel que era, en un sentido, irrepetible (Hch. 1:21-22; Ef. 2:20); los obispos (gr. «supervisores»), llamados también ancianos (Hch. 14:23; 15:22; 20:17, 18), estaban encargados de velar sobre el rebaño y de asegurar la predicación y la enseñanza (1 Ti. 3:1-7; 5:17); los diáconos ejercían un ministerio de servicio (Hch. 3:8-13; 6:2-6; cfr. Ro. 16:1-2: Febe, diaconisa de la iglesia de Cencrea). Éstos eran cargos siempre establecidos por la irreemplazable autoridad de los apóstoles bien personal, bien delegada expresamente (1 Ti. 3:1-7, 8-13, 14-15; Tit. 1:5), lo cual es evidencia de que no eran establecidos por las iglesias mismas. Había también profetas, evangelistas, pastores y maestros (Ef. 4:11). Éstos son constituidos por la autoridad directa del mismo Señor, cabeza de la Iglesia (cfr. Hch. 13:1-3), ejerciendo sus ministerios en comunión con toda la Iglesia pero no, ciertamente, comisionados por ella, sino por el mismo Señor para edificación mutua. Es además un ministerio plural, y no reducido a un solo hombre, como sucede tan frecuentemente hoy en día. Las actividades y la autoridad quedan así en el seno de la Iglesia, de manera que en el Concilio de Jerusalén las decisiones son tomadas en nombre de los apóstoles, ancianos, hermanos y, finalmente, de toda la Iglesia, bajo la dirección del Espíritu Santo (Hch. 15:22-23, 28). (Véase CONCILIO DE JERUSALÉN.)
f) El destino eterno de la iglesia.
En esta tierra, la Iglesia es aún imperfecta, incompleta y menospreciada; no es del mundo y marcha, como su Señor, por el camino de la cruz (Lc. 12:32; Jn. 15:18, 20; 17:14-18). Su tarea es dar testimonio de Jesucristo y ganar almas para Su nombre (1 P. 2:9-10; Fil. 2:15-16). Tiene que crecer en la santidad (Ef. 4:12-16); es inminente el momento en que se cumplirá el número de los elegidos (Ro. 11:25) y en que Cristo hará comparecer ante Sí a su esposa perfecta, gloriosa e irreprensible (Ef. 5:27). Para ello, su esposa habrá sido arrebatada al cielo al encuentro de su Señor (1 Ts. 4:14-17; cfr. Mt. 25:1-13), purificada y unida a Él en las Bodas del Cordero (Ap. 19:7-9). Sentada con Cristo en su trono, reinará con Él por los siglos de los siglos (Ap. 3:21; 22:3-5). Entonces aquellos que han sido salvos por la fe del Evangelio, gozarán de su felicidad sin adversidad alguna, en la presencia del mismo Dios, en aquella ciudad que tiene fundamentos, cuyo arquitecto y constructor es Dios, gozando de una comunión entrañable con Cristo y con el Padre en una unión eterna por el Espíritu (He. 11:10; Jn. 14:1-3; Ap. 21:9-22:5). Las últimas palabras de la Biblia retumban con la esperanza de la Iglesia alimentada por el Espíritu: «Y el Espíritu y la Esposa dicen: Ven... El que da testimonio de estas cosas dice: Ciertamente vengo en breve. Amén, sí, ven, Señor Jesús» (Ap. 22:17, 20)
Bibliografía:
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