(DUDA). Después de la caída, la humanidad constituye una «generación incrédula y perversa» (Mt. 17:17), que pone en tela de juicio la palabra de Dios, y aún su misma existencia (Sal. 53:1-4). No se trata que el hombre sea ignorante o incapaz de creer: Dios le habla mediante la triple revelación de la naturaleza (Ro. 1:18-21), de la conciencia (Ro. 2:14, 15), y de las Escrituras (Ro. 2:17-20; 2 Ti. 3:16-17). El que, a pesar de todo ello, se aleja del Señor, es por ello inexcusable (Ro. 1:20; 2:1; 3:19); en realidad lo hace porque «ama más las tinieblas que la luz», porque «todo aquel que hace lo malo, aborrece la luz» (Jn. 3:19-20).
La incredulidad no proviene en absoluto de la imposibilidad de resolver una multitud de problemas intelectuales. Su origen es moral y espiritual: en su soberbia, el hombre elige deliberadamente permanecer independiente con respecto a Dios. No quiere abandonar su pecado, o su propia justicia, y sobre todo rehúsa abdicar de su rebelde voluntad. Después de haber dado a los judíos todas las pruebas que se pudieran desear de su divinidad y de su amor, Jesús les tuvo que decir: «No queréis venir a mí para que tengáis vida» (Jn. 5:40). «¡Jerusalén, Jerusalén...! ¡Cuántas veces quise juntar a tus hijos... y no quisiste!» (Mt. 23:37). Los invitados a las bodas del rey no quieren venir, ni se molestan lo más mínimo en atender la invitación, sino que incluso los hay que dan muerte a los mensajeros reales (Mt. 22:3-6).
La incredulidad es algo tan inveterado en nuestra naturaleza caída que en principio se halla en todos (Jn. 3:11, 32); «el hombre no regenerado no percibe las cosas que son del Espíritu de Dios, porque para él son locura» (1 Co. 2:14). Jesús vino a los suyos, y los suyos no le recibieron (Jn. 1:11); no recibió honor en su patria (Mt. 13:57-58), los príncipes de su pueblo lo rechazaron (Jn. 7:48), y ni aun sus hermanos creían en Él (Jn. 7:5). Incluso sus discípulos se mostraron frecuentemente incrédulos (Jn. 6:60, 66; 20:24-29; Mt. 17:17).
La primera manifestación de la incredulidad es de naturaleza negativa: al no aceptar la palabra de Dios, uno se aleja de Él (Jn. 1:5; 5:43; 6:66); a continuación vienen varios pecados relacionados con ella (Lc. 15:12-13; Ro. 1:20-25); Posteriormente se manifiesta la persecución que, después de los insultos y de los malos tratos, llega hasta la muerte (véase esta progresión en Jn. 7:7, 13, 20; 8:6, 47, 59; 9:22, 34, 41; 10:31; 11:53, etc.).
El juicio que espera a los que persisten en la incredulidad es terrible. En efecto, Cristo fue en la cruz la propiciación por los pecados de todo el mundo, y en base a ello ofrece el perdón a todos los que se arrepientan (Jn. 1:29; 1 Jn. 2:1-2); pero ¿qué se puede dar al que rehúsa creer y rechaza la gracia? «El que no cree, ya ha sido condenado, porque no ha creído en el nombre del unigénito Hijo de Dios... la ira está sobre él» (Jn. 3:18, 36). Toda una generación de israelitas pereció en el desierto, por cuanto habían rehusado entrar en Canaán «a causa de incredulidad» (He. 3:17-19). Los cobardes (que nunca llegan a decidirse) y los incrédulos son los primeros que van al infierno (Ap. 21:8). ¡Qué desventurados son aquellos a los que el dios de este siglo les ha cegado la inteligencia! (2 Co. 4:4).
Pero hay remedio para la incredulidad. Dios conoce la debilidad e incapacidad de nuestra naturaleza, y desea ardientemente ayudar a aquellos que se presentan a Él con todas sus dudas y falta de fe. A Pedro, al hundirse en el agua y clamar por su ayuda, el Señor le tendió la mano diciendo: «Hombre de poca fe, ¿Por qué dudaste?» (Mt. 14:30-31). Al Tomás que exclama: «Si no viere... no creeré», el Señor responde: «No seas incrédulo, sino creyente», al mismo tiempo que lo convence de la realidad de su resurrección (Jn. 20:25, 27). Llega hasta aquel que clama: «Creo, ayuda mi incredulidad» (Mr. 9:24). Por su Espíritu, mediante la obra de la regeneración, engendra a los creyentes a una esperanza viva (Jn. 3:5; 1 P. 1:3).