Nuestro Señor recibió el nombre de Jesús, según las instrucciones que el ángel transmitió a José (Mt. 1:21) y a María (Lc. 1:31). Dado en ocasiones a otros individuos, este nombre podía ser expresión de la fe de los padres en Dios, Salvador de su pueblo, o también de su certeza de la futura salvación de Israel. Impuesto al Hijo de María, el nombre revelaba las funciones particulares que iba a ejercer Su portador. «Llamarás su nombre JESÚS, porque él salvará a su pueblo de sus pecados» (Mt. 1:21). El título de Cristo proviene del gr. Christos (ungido), traducido del arameo M'shînã, del heb. Mãshîah (ungido, Mesías). Así, Jesús es el nombre personal de nuestro Señor, en tanto que Cristo es Su título. Pero este segundo nombre se ha venido empleando desde los primeros tiempos, lo mismo que en la actualidad, como nombre propio, ya a solas, ya en combinación con el nombre Jesús. En este artículo se presentan, a grandes rasgos, las etapas de la vida de nuestro Señor en la tierra, para presentar los principales acontecimientos en su orden probable y en sus relaciones mutuas.
I. CRONOLOGÍA.
Si bien no se pueden precisar de una manera absoluta las fechas del nacimiento, bautismo y muerte de Jesús, la mayor parte de los eruditos están de acuerdo en su datación dentro de límites muy estrechos. Nuestro calendario ordinario tiene por su autor a Dionisio el Exiguo, abate romano que murió antes del año 550 a.C. Él decidió tomar el año de la encarnación como punto de referencia que permitiera situar las fechas anteriores y posteriores a la venida de Cristo; habiendo identificado el año 754 de la fundación de Roma con el año del nacimiento del Señor, pudo así determinar el año 1 de la era cristiana. Pero las afirmaciones de Josefo revelan que Herodes el Grande, que murió poco tiempo después del nacimiento de Jesús (Mt. 2:19-22), murió en realidad algunos años antes de 754 de Roma. Herodes murió 37 años después de haber sido proclamado rey por los romanos, proclamación que tuvo lugar en el año 714 de Roma. Así, la fecha de su muerte fue el año 751 o 750 (no sabemos si Josefo contaba las fracciones de años como años completos). La fecha de 751 parecería plausible, por cuanto Josefo informa que, antes de su muerte, Herodes hizo dar muerte a dos rabinos judíos, y que se produjo un eclipse de luna en la noche de su ejecución. Los cálculos astronómicos indican que en el año 750 hubo un eclipse parcial de luna, la noche del 12 al 13 de marzo; pero toda la secuencia de eventos hasta su sucesión por Arquelao muestra que Herodes murió después de la Pascua del año 751 y varios meses antes de la Pascua del 752. Así, Anderson, en su estudio cronológico de la Natividad, sitúa el nacimiento del Señor alrededor del otoño del año 750 o 4 a.C. (cf. Anderson Sir R. «El Príncipe que ha de venir», esp. págs 115-121, 241-246). La fecha del 25 de diciembre no apareció sino hasta el siglo IV d.C., y no tiene base histórica alguna. Como confiesa Agustín de Hipona, las antiguas fiestas paganas fueron asumidas, con cambios de nombre, para satisfacer a las masas paganas cristianizadas que deseaban mantener sus festivales gozosos. El 25 de diciembre se corresponde con las Saturnalias.
La fecha en que nuestro Señor dio inicio a Su ministerio público se determina sobre todo en base a Lc. 3:1: «En el año decimoquinto del imperio de Tiberio César... » Éste fue el año en que empezó el ministerio del Señor, primer año del reinado de Tiberio, que empezó el 19 de agosto del año 28 d.C., hasta el 19 de agosto del año 29 d.C. Siendo que se cuenta como año uno el año del nacimiento del Señor (y no como año cero), el cómputo de años desde el 28-29 d.C. hasta el 4 a.C. nos da una edad para el Señor entre los 30 años y casi 32. Otro argumento que concuerda con esta fecha es la declaración de los judíos, poco después del bautismo de Jesús: «En cuarenta y seis años fue edificado este Templo.» Herodes propuso la reconstrucción del Templo entre el año 20 y el 19 a.C.; pero prometió entonces no empezar las obras antes de haber consumado los preparativos, ante la desconfianza del pueblo. Asumiendo un periodo de preparación de uno a dos años, los cuarenta y seis años mencionados nos llevan al 29 d.C. (cf. Anderson, op. cit., pág. 246; Ant. 15:11, 27).
La duración del ministerio de Cristo, y consiguientemente el año de su muerte, se determina sobre todo en base a la cantidad de fiestas pascuales mencionadas en el Evangelio de Juan. Si sólo tuviéramos los Evangelios Sinópticos (véase EVANGELIOS), podríamos suponer que el ministerio de Jesús sólo duró un año; sin embargo, el Evangelio de Juan nos habla de tres Pascuas de una manera explícita (Jn. 2:13; 6:4; 13:1). Hengstenberg («Christology», pp 755-765) da pruebas abrumadoras de que Jn. 5:1 es también la fiesta de la Pascua. En este caso, el ministerio de Cristo incluyó cuatro fiestas de la Pascua. Si fue bautizado a finales del año 28 o a inicios del 29, entonces su crucifixión tuvo lugar en el año 32 d.C. (Para una consideración más a fondo de este tema, véase Anderson, Sir R.: «El Príncipe que ha de venir» [Pub. Portavoz Evangélico, Barcelona, 1980], y cf. Hoehner, H. W.: «Chronological Aspects of the Life of Christ», en Bibliotheca Sacra, oct. 1973, ene., abril, jul., oct. 1974; ene. 1975 [Dallas Theological Seminary, Dallas].).
La cuestión cronológica ha llevado a muchas investigaciones, y hay fuertes controversias; sin embargo, las posturas de Anderson y Hoehner, aunque divergentes en un año, parecen las más sólidamente apoyadas. En este artículo se sigue la de Sir Robert Anderson.
II. CIRCUNSTANCIAS POLÍTICAS DE LOS JUDÍOS.
Cuando Jesús nació, Herodes el Grande era el rey de los judíos. Este hábil y cruel soberano reinaba a la vez sobre Samaria, Galilea y Judea. Aunque de origen idumeo, Herodes profesaba la religión judía. Antípatro, su padre, había sido hecho gobernador de Judea por Julio César; el mismo Herodes, después de una agitada carrera, había sido proclamado rey de los judíos por los romanos. Monarca independiente en diversos sentidos, gobernaba, sin embargo, sólo gracias al apoyo de los romanos. Dependía de ellos, que eran entonces los dueños y árbitros del mundo conocido. A la muerte de Herodes, su reino fue dividido entre sus hijos. Arquelao recibió Judea y Samaria; Herodes Antipas tuvo Galilea y Perea; Herodes Felipe el territorio situado al noreste del mar de Galilea (Lc. 3:1). En el año décimo de su reinado, el 6 o 7 d.C., Arquelao fue destituido por Augusto. A partir de esta fecha, Judea y Samaria fueron administradas por gobernadores romanos, que ostentaban el título de procuradores; esta situación se mantuvo hasta la rebelión que acabó con la destrucción de Jerusalén el año 70 d.C., con excepción de los años 41 a 44, en que Herodes Agripa I ejerció la soberanía (Hch. 12:1). Durante el ministerio de Cristo, Galilea y Perea, donde tuvo lugar la mayor parte de Su ministerio, estaban sometidas a Herodes Antipas (Mt. 14:3; Mr. 6:14; Lc. 3:1, 19; 9:7; 13:31; 23:8-12), en tanto que los romanos gobernaban directamente Samaria y Judea a través de su procurador que, a la sazón, era Poncio Pilatos. El yugo, directo o indirecto, de los romanos, irritaba a los judíos en lo más vivo. Durante la vida terrenal de Cristo el país era constantemente presa de una efervescencia política. Por un lado, los romanos trataban de dar a la nación tanta autonomía política como fuera posible, de manera que el sanedrín (tribunal supremo) ejercía su jurisdicción en un gran número de casos. Los conquistadores también habían otorgado a los judíos numerosos privilegios que tenían que ver, sobre todo, con las prácticas religiosas. Pero, a pesar de todo, el pueblo tascaba el freno bajo una dominación extranjera que, en ocasiones, se hacía notar de una manera oprimente; los ocupantes, desde luego, no tenían la menor intención de devolver a los judíos la libertad de que habían gozado en una época anterior. Además, la aristocracia judía, constituida en su mayor parte por los saduceos, no tenía ninguna hostilidad contra los romanos. Los fariseos, a los que se unían los adeptos a la piedad más rígida, querían conservar el judaísmo a toda costa, pero eludían los compromisos políticos. Los escritos de la época hablan asimismo de los herodianos, que sostenían las aspiraciones de la familia de Herodes a la corona. Según Josefo, un partido de patriotas se levantó en diversas sublevaciones, pero en vano, intentando sacudir el yugo romano. En tales circunstancias, todo hombre que se presentara como Mesías se arriesgaba a verse enlazado en los conflictos políticos. A fin de poder proclamar ante todo la dimensión espiritual del reino de Dios y de sentar sus bases mediante la redención, Jesús iba a esperar el tiempo marcado para el establecimiento del Reino, que tampoco debía ser introducido mediante manejos políticos, sino que vendrá a ser impuesto por una irrupción frontal, majestuosa e irresistible del Hijo del Hombre en Su Segunda Venida.
III. CONDICIÓN RELIGIOSA DE LOS JUDÍOS.
Es evidente que las circunstancias políticas influyeron intensamente en el desenvolvimiento de las condiciones religiosas. Los medios oficiales del judaísmo habían casi dejado a un lado el aspecto basal de la redención y arrebatamiento como introducción al Reino, conforme a las promesas del AT; y el pueblo en general centraba sus esperanzas en un reino terrestre que les daría la independencia y grandeza nacional. Al prestar casi exclusivamente la atención a los aspectos externos del reino, olvidaban las bases morales y de redención sobre el que éste debía ser erigido. Los Evangelios nos presentan dos partidos dirigentes: los fariseos y los saduceos. Los fariseos eran religiosos y tenían mucha más influencia sobre el pueblo que los saduceos; pero ponían su tradición teológica, las ceremonias y las sutilidades de la casuística por encima de la Palabra de Dios. Habían llegado a transformar la religión de Moisés y de los profetas en un formalismo estrecho, estéril, desprovisto de espiritualidad. Los fariseos se opusieron a las enseñanzas de Jesús, a Sus doctrinas tan opuestas a sus tradiciones, y, sobre todo, se resintieron de que citara las Escrituras en oposición a la tradición. Los saduceos eran los representantes de la aristocracia. Las familias de los sumos sacerdotes pertenecían a este partido. Influenciados por la cultura pagana, los saduceos rechazaban las tradiciones de los fariseos, y se interesaban más en la política que en la religión. Acabaron por manifestarse opuestos a Jesús, temiendo que sus acciones perjudicaran el equilibrio político (Jn. 11:48). Se seguía llevando a cabo el suntuoso ceremonial del Templo de Jerusalén. Grandes multitudes frecuentaban fielmente las ceremonias religiosas. El fervor de la nación, celosa de sus privilegios, no había sido nunca tan grande. De vez en cuando, una explosión de patriotismo, mezclada con fanatismo, avivaba las esperanzas del pueblo. Sin embargo, quedaban israelitas que mantenían el espíritu y la fe de una religión sin componendas. La mayor parte de ellos, aunque no todos, pertenecían a las clases inferiores de la población. La espera de un Salvador, de un Liberador del pecado, había subsistido entre ellos. Jesús vino de uno de estos medios ricos en piedad. En la época de Cristo, el pueblo judío seguía siendo aún un pueblo religioso, conocedor del AT, que era leído en las sinagogas y enseñado a los niños. La nación manifestaba su interés en la religión y se agitaba en el plano político. Estos hechos explican la efervescencia popular suscitada por las predicaciones de Juan el Bautista y de Jesús, la hostilidad que ambos suscitaron en las clases dirigentes, el éxito del método que Jesús usó en la predicación de las Buenas Nuevas, y la persecución y muerte violenta que Él mismo había ya anticipado.
IV. VIDA DE JESÚS.
1. Familia, nacimiento, infancia.
Las circunstancias del nacimiento de Jesús relatadas por los Evangelios concuerdan con la grandeza de Cristo y con las profecías mesiánicas. Estas circunstancias armonizan al mismo tiempo con la humilde apariencia que el Salvador debió tener en Su vida en la tierra. Malaquías (Mal. 3:1 y Mal. 4:5, 6) había profetizado que un heraldo, dotado del espíritu y poder de Elías, precedería a la venida del Señor; Lucas nos relata, ante todo, el nacimiento de Juan el Bautista, el precursor de Cristo. Zacarías, sacerdote de una sincera piedad, privado de descendencia y muy anciano, estaba ocupado en el Templo cumpliendo los deberes de su cargo. Le tocó en suerte (según la costumbre establecida entre los sacerdotes) hacer la ofrenda de incienso sobre el lugar santo, símbolo de las oraciones de Israel.
El ángel Gabriel se apareció a Zacarías, y le anunció que sería el padre del precursor anunciado. Esta aparición tuvo lugar, probablemente, el año 5 a.C. Después de ello, Elisabet y Zacarías se dirigieron de vuelta a su mansión, situada en un pueblo del país montañoso de Judá (Lc. 1:39). Allí esperaron el cumplimiento de la promesa. Seis meses más tarde se apareció un ángel a María, virgen de la familia de David; esta doncella de Nazaret estaba prometida a un hombre llamado José, que descendía de David, el gran soberano de Israel (Mt. 1:1-16; Lc. 1:27). (Véanse GENEALOGÍA, MARÍA). José, israelita piadoso y de humilde condición a pesar de su noble linaje, era carpintero. El ángel anunció a María que, por el poder del Espíritu Santo, ella vendría a ser la madre del Mesías (Lc. 1:28-38); el niño, cuyo nombre debía ser Jesús, heredaría el trono de Su antecesor David. El ángel anunció a María también que su prima Elisabet estaba embarazada. Cuando el ángel se hubo ido, María se apresuró a ir a visitar a Elisabet. Al encontrarse, el Espíritu de la profecía entró en ellas. Elisabet, saludando a María, la llamó la madre de su Señor; María, a ejemplo de la Ana de la antigüedad (1 S. 2:1-10) entonó un cántico de alabanzas, celebrando la liberación futura de Israel, y el honor que le había sido concedido.
En el tiempo en que Elisabet tenía que dar a luz, María se volvió a Nazaret. Dios mismo intervino para ahorrarle todo baldón. José, al ver el estado en que se hallaba María, quiso romper con ella en secreto, sin acusarla en público. Pero Dios no le permitió actuar así. Un ángel le reveló en sueños la razón del embarazo de María; le dijo que el niño iba a ser el Mesías, y que debía nacer de una virgen, tal como lo había profetizado Isaías. José obedeció la voz del ángel, por cuanto su fe era tan profunda como la de María, y no la abandonó. El niño nació de la virgen María, pero legalmente tuvo al mismo tiempo un padre humano, cuyo amor y honorabilidad protegieron a María; es evidente que fue ella quien más tarde dio a conocer estos hechos.
Ni Cristo ni Sus apóstoles recurrieron a la concepción virginal como demostración de que Jesús es el Mesías. Este silencio, sin embargo, no permite atacar la veracidad del relato. El hecho del nacimiento sobrenatural de Cristo no es susceptible de prueba histórica. Se debe aceptar como revelación. Sin embargo, el relato de la manera en que Cristo se encarnó concuerda admirablemente con lo que sabemos de la grandeza del Mesías y de Su misión en la tierra, así como del hecho testificado de Su resurrección. El Mesías debía ser la cumbre perfecta de la espiritualidad de Israel, y Jesús nació en el seno de una familia piadosa, que practicaba celosamente la religión pura del AT. El Mesías debía presentarse de una manera humilde: Jesús vino del hogar de un carpintero de Nazaret. Era preciso que el Mesías fuera hijo de David: José, su padre legal, descendía de David, lo mismo que su madre. El Mesías debía ser la encarnación (véase ENCARNACIÓN) de Dios, uniendo en Su persona la divinidad y la humanidad: Jesús nació de una mujer, habiendo sido concebido milagrosamente por el poder del Espíritu Santo.
Lucas relata el nacimiento de Juan el Bautista, y cita el cántico profético que surgió de los labios tanto tiempo silenciados de Zacarías, su padre, a propósito del Precursor (Lc. 1:57-79). A continuación explica la razón de que Jesús naciera en Belén (Lc. 2:1-6).
Augusto había ordenado el censo de todos los súbditos del imperio, y su decreto incluía Palestina, aunque estuviera bajo la jurisdicción de Herodes. Pero es evidente que el censo de los judíos se hizo siguiendo el método judío: no es en el domicilio donde se registraba a cada cabeza de familia, sino en su lugar de origen. José tuvo que dirigirse a Belén, la cuna de la casa de David, y María lo acompañó. El mesón, donde los forasteros podían alojarse, estaba ya lleno cuando llegaron José y María. Sólo encontraron espacio en un establo, que posiblemente era una cueva adyacente al mesón. Era frecuente el uso de cuevas para cuadras y establos. El relato no dice que este establo alojara animales; es posible que no fuera entonces utilizado para este menester. En contra de lo que se piensa entre nosotros, el hecho de alojarse ocasionalmente en un establo no disgustaba a las gentes en aquel entonces; sin embargo, es bien cierto que el Mesías vino al mundo en un lugar extremadamente humilde. Había sido destinado a un caminar de humildad, y María lo acostó en un pesebre (Lc. 2:7).
A pesar de esta gran humillación, Su venida fue solemnemente atestiguada. Unos ángeles se aparecieron a unos pastores que pasaban la noche con sus rebaños en los campos cercanos a Belén. Les revelaron el nacimiento del Mesías, el lugar donde había nacido, y proclamaron este mensaje de alabanza y bendición: «¡Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz, buena voluntad para con los hombres!» (Lc. 2:14). Los pastores se apresuraron a ir a Belén, hallaron al Niño, y relataron lo que habían visto y oído, volviendo después a su lugar. Todos estos hechos concordaban asimismo, de manera asombrosa, con la misión del Mesías; señalemos, además, que ello tuvo lugar en medio de gentes humildes del campo, y que pasaron desapercibidos en el mundo. José y María se quedaron por un tiempo en Belén. Al octavo día, el niño fue circuncidado (Lc. 2:21) y le fue dado el nombre de Jesús, según las instrucciones que habían recibido. Cuarenta días después de su nacimiento, José y María subieron al Templo, en cumplimiento de la Ley (Lv. 12).
María hizo sus ofrendas de purificación y para presentar al nacido al Señor (Lc. 2:21). Esta expresión significa que todo primogénito israelita tenía que ser rescatado al precio de cinco siclos de plata (Nm. 18:15-16). También, la madre tenía que ofrecer un holocausto en sacrificio de acción de gracias. Lucas señala que María ofreció la ofrenda de los pobres: «Un par de tórtolas, o dos palominos» (Lv. 12:18). Una vez más queda patente la modestia de medios de la familia. Pero el Mesías, a pesar de Su humildad, no debía salir del Templo sin reconocimiento. Simeón, un piadoso anciano, se dirigió al santuario, movido por el Espíritu, y al ver al Niño, lo tomó en sus brazos. Dios le había prometido que no moriría antes de haber visto al Mesías. Simeón dio las gracias, y profetizó que Su vida sería gloriosa y trágica (Lc. 2:25-35). Ana, anciana profetisa que estaba de continuo en el Templo, daba también testimonio de que el Cristo había venido (Lc. 2:36-38). Así, hubo un testimonio notable acerca del verdadero carácter del recién nacido.
Poco después de la vuelta de José y María a Belén, llegaron los magos de Oriente a Belén, preguntando por el rey de los judíos que acababa de nacer. Es indudable que estos hombres habían aprendido de los judíos dispersos por Oriente, que estaban esperando un rey, que debería aparecer en Judea y liberar a la humanidad. Dios les había dado una estrella como señal (véase ESTRELLA de Oriente), que había aparecido en Oriente, anunciándoles (Mt. 2:2, 16) el nacimiento de este libertador. Es también seguro que les fue revelada la naturaleza divina del Niño, porque dijeron sin ambages que habían venido «a adorarle». Las palabras de ellos intrigaron a Herodes, que convocó a los escribas para preguntarles dónde debía nacer el Mesías. Al enterarse de que era en Belén, Herodes envió allí a los magos, pero haciéndoles prometer que le harían saber quién era. En el camino, los magos volvieron a ver la estrella, que se detuvo sobre Belén y sobre donde estaba el Niño. Habiendo hallado a Jesús, le ofrecieron presentes de gran precio: incienso, oro y mirra. El incienso es la ofrenda que corresponde a Dios, el oro, la imagen del tributo debido al Rey, y la mirra, la profecía de los sufrimientos del Mesías (Jn. 19:39; cf. Mt. 26:12; Lc. 24:1).
La presencia de estos extraños visitantes debió suscitar en José y María sentimientos encontrados de sorpresa y admiración, y debió serles una señal confirmatoria del elevado destino reservado al Niño y a la obra que Él iba a cumplir en favor de las naciones más alejadas. Después de esto, Dios advirtió a los magos para que no volvieran a Herodes: este perverso deseaba tener sus indicaciones para dar muerte al recién nacido. Así, se dirigieron a su país por otro camino (véase MAGOS). Un ángel previno a José, dándole instrucciones de que se dirigiera con María y el Niño a Egipto, a fin de sustraerlo a la acción de Herodes. Este cruel monarca, de quien Josefo nos cuenta que no tuvo reparos en hacer ejecutar a su propia esposa e hijos, y a otros parientes allegados, con una paranoica obsesión por mantenerse en el poder, envió a sus soldados a Belén para dar muerte a todos los niños menores de dos años. Así, Herodes esperaba frustrar el propósito de los magos, que se habían ido sin revelarle dónde se hallaba el recién nacido. Es posible que los verdugos no dieran muerte a muchos niños, porque Belén era un lugar pequeño; pero se trató de una matanza horriblemente cruel. Jesús escapó a ella.
No conocemos la duración de la estancia del Señor en Egipto; probablemente no fue de más que unos pocos meses, porque Herodes murió en el año 3 a.C. Numerosos judíos vivían entonces en aquel país, por lo que José no debió tener dificultades en hallar asilo. Cuando pasó el peligro, el ángel informó a José de la muerte del tirano, y le ordenó que volviera a Israel. José se había propuesto criar al Niño en Belén, la ciudad de David, pero por temor de Arquelao, hijo de Herodes, quedó indeciso y, por nuevo mensaje de Dios, fue con los suyos a Nazaret en Galilea. Cuando Jesús comenzó Su ministerio público, se le llamó «el profeta de Nazaret» o «el nazareno». Éstos son los datos transmitidos por los Evangelios acerca del nacimiento de Jesús. Si para nosotros son de gran precio, no fueron muy recalcados en aquel entonces. Las pocas personas que quedaron involucradas en estos hechos guardaron silencio, o los olvidaron. Es indudablemente María quien dio el relato de todo ello al fundarse la iglesia. Mateo y Lucas dan sus relatos con evidente independencia entre sí; Mateo, para demostrar que Jesús es el Rey, el Mesías, en quien se cumplen las profecías; Lucas, para exponer el origen de Jesús y el inicio de Su historia.
2. Infancia y juventud.
Después de establecerse en Nazaret, nada se nos dice de la vida de Jesús, excepto el incidente de la visita al Templo donde, a la edad de 12 años, acompañó a Sus padres (Lc. 2:41-51). Este significativo episodio revela la profunda piedad de José y María, que se esforzaban en criar piadosamente al Niño; muestra asimismo el precoz desarrollo espiritual de Jesús, que se interesaba especialmente en los problemas religiosos de que trataban los rabinos judíos en sus lecciones, hasta el punto de separarse de Sus padres durante tres días. Todos se asombraban de Su inteligencia, de Sus preguntas, y de Sus respuestas. Este pasaje de Lucas ilustra asimismo el aspecto humano de la vida de Jesús: «Y Jesús crecía en sabiduría y en estatura, y en gracia para con Dios y los hombres» (Lc. 2:52). Ni José ni María divulgaron los hechos asombrosos que acompañaron su nacimiento. Ni los compañeros de Jesús ni los miembros de Su familia lo consideraron como un ser sobrenatural; pero les debió parecer notable por Su vigor intelectual y por Su pureza moral.
Al tocar otros hechos que los Evangelios mencionan incidentalmente, podemos reconstruir un bosquejo de las circunstancias de la infancia y juventud de Jesús. Formaba parte de una familia, y tenía cuatro hermanos y varias hermanas (Mr. 6:3, etc.). Ciertos exegetas suponen que se trataba de hijos procedentes de un matrimonio previo de José; otros pretenden que se trataba de primos de Cristo. Sin embargo, la evidencia interna de las Escrituras muestra que se trataba de verdaderos hermanos del Señor (véase HERMANOS DEL SEÑOR). En todo caso, Jesús se crió en el seno de una familia, donde conoció alegrías y dolores. Llegó a ser carpintero, como José (Mr. 6:3), por lo que estaba acostumbrado a la actividad manual; al mismo tiempo, no faltaba una cierta formación intelectual en su medio. Los niños judíos recibían una enseñanza de la Escritura muy intensa. En todo caso, las citas que hace nuestro Señor de las Escrituras demuestran que las conocía profundamente (cf. Jn. 7:15). Sus parábolas lo muestran sensible a las lecciones que se desprenden de la naturaleza, y siempre atento a ver el pensar de Dios revelado en Sus obras.
Nazaret se hallaba en la linde de la zona más activa del mundo judío, no lejos de donde se habían desarrollado algunos de los más famosos acontecimientos de Israel. Desde las alturas próximas a la ciudad se podían ver algunos de estos lugares históricos. No lejos de Nazaret se extendía el mar de Galilea, en torno al cual se concentraba una especie de miniatura de los diversos aspectos de la vida. Era aquella época, como ya se ha señalado, de gran efervescencia política. Los rumores de acontecimientos sensacionales penetraban frecuentemente en los hogares judíos. No hay razón alguna para creer que Jesús hubiera crecido en un aislamiento; es más bien de creer que estuvo constantemente alerta al desarrollo de los acontecimientos en Palestina.
Jesús hablaba el arameo, lengua que había tomado el lugar del antiguo hebreo entre la población judía para esta época; pero es seguro que oyó el griego, y es posible que lo conociera. Los evangelistas pasan en silencio todo este período de Su vida, por cuanto sus escritos no se proponen dar Su biografía, sino relatar Su ministerio público. Lo que nosotros sabemos nos permite esbozar la persona del Señor en su aspecto humano, y nos muestra el medio en el que se preparó para Su futura actividad. Las pinceladas que nos dan los evangelistas revelan la belleza de Su carácter y el desarrollo gradual de Su naturaleza humana, esperando la hora en que se presentaría ante Su pueblo como el Mesías enviado por Dios.
3. EL BAUTISMO.
Esta importante hora sonó (posiblemente el verano o a finales del año 28 d.C.), cuando Juan, hijo de Zacarías (Lc. 1:80) recibió de Dios la misión de llamar a la nación al arrepentimiento, porque el Mesías iba a presentarse. Juan abandonó el desierto donde había vivido de manera ascética, y se dedicó a ir a lo largo del Jordán, bautizando de lugar en lugar a aquellos que recibían su mensaje. Hablaba como los antiguos profetas. Elías, de manera particular, llamaba al pueblo y a los individuos al arrepentimiento, anunciando la venida próxima del Mesías, cuyos juicios purificarían Israel, y cuya muerte quitaría el pecado del mundo (Mt. 3; Mr. 1:1-8; Lc. 3:1-8; Jn. 1:19-36). El ministerio de Juan tuvo una importancia profunda e inmensa. Multitudes acudían a oírle, hasta de Galilea. El sanedrín le envió unos fariseos, para preguntarle con qué derecho se arrogaba tamaña autoridad. Las clases dirigentes no respondieron positivamente al llamamiento de Juan (Mt. 21:25), pero el pueblo lo escuchaba con admiración y emoción. La predicación puramente religiosa de Juan el Bautista convenció a las almas verdaderamente piadosas que el Mesías tanto tiempo esperado iba a venir por fin. Después de haber ejercido Juan su ministerio durante un cierto tiempo, seis meses o quizás más, Jesús apareció entre la multitud y pidió al profeta que lo bautizara. El profeta comprendió, por el Espíritu, que Jesús no tenía necesidad de arrepentimiento, y discernió que Él era el Mesías. «Yo necesito ser bautizado por ti, ¿y tú vienes a mí?» le dijo (Mt. 3:14). Naturalmente, Jesús estaba plenamente consciente de que Él mismo era el Mesías. Su respuesta lo demuestra: «Deja ahora, porque así conviene que cumplamos toda justicia.» El bautismo de Jesús significa que se entregaba a la obra anunciada por Juan, y que tomaba, en gracia, Su lugar entre el remanente arrepentido del pueblo que había venido a salvar.
Al salir del agua (Mr. 1:10; Jn. 1:33-34), Juan vio que el cielo se abría y que el Espíritu de Dios, en forma de paloma, descendía y reposaba sobre Jesús; una voz hizo saber esto desde el cielo: «Este es mi Hijo amado, en quien tengo complacencia» (Mt. 3:17). Así, el poder del Espíritu fue otorgado en toda su plenitud a la naturaleza humana de nuestro Señor, con vistas a Su ministerio (cf. Lc. 4:1, 14). En el curso de Su ministerio se mostró de inmediato como verdadero hombre y verdadero Dios.
4. LA TENTACIÓN.
Jesús no debía abordar Su ministerio antes de estar suficientemente preparado. Sabiendo cuál era Su llamamiento, siguió de inmediato la inspiración del Espíritu, que lo llevó al desierto, sin duda para entregarse a la meditación y a la comunión con el Padre. Satanás se presentó entonces, intentando desviarlo de Su misión, tratando de hacerle actuar mediante el egoísmo y por ambición. Los discípulos debieron conocer acerca de estos hechos a través del mismo Jesús. No se puede dudar de la intervención personal del Tentador, ni de la realidad de la escena que nos ha sido descrita (Mt. 4:1-11; Lc. 4:1-13); es cosa a señalar además que el poder de la tentación residía en la sutileza con que el mundo fue presentado a Jesús como más seductor que una vida de austera obediencia a Dios, y cuyo final, desde una perspectiva meramente humana, sería trágico. La prueba duró cuarenta días; plenamente consagrado al destino de humildad y de sufrimientos que sabía era la voluntad de Dios para el Mesías, Jesús volvió al valle del Jordán.
5. LLAMAMIENTO DE LOS DISCÍPULOS.
Jesús comenzó Su obra sin proclamaciones espectaculares. Juan el Bautista dirigió a algunos de sus propios discípulos hacia Aquel que él calificó como el Cordero de Dios (Jn. 1:29, 36). Dos de ellos, Andrés y, probablemente, Juan, siguieron a su nuevo Maestro (Jn. 1:35-42); a la mañana siguiente, Jesús llamó a Felipe y a Natanael (Jn. 1:43-51). Este reducido grupo acompañó a Jesús a Galilea. En Caná, el Maestro llevó a cabo Su primer milagro. Los discípulos vieron allí la primera señal de su gloria futura (Jn. 2:1-11). Aquí se puede constatar que Jesús no llevó a cabo ninguna gran manifestación pública. El nuevo movimiento comenzó por la fe de algunos galileos desconocidos. Pero, según el relato de Juan, Jesús sabía perfectamente bien quién era Él y cuál era Su misión. Estaba esperando el momento oportuno para manifestarse a Israel como el Mesías.
6. Comienzo del ministerio en Judea.
Esta ocasión se presentó al aproximarse la Pascua, en abril del año 29. Saliendo de Capernaum, donde moraba con Su familia y discípulos (Jn. 2:12), Jesús subió a Jerusalén. Echó a los mercaderes que profanaban el Templo. La represión de los abusos y la reforma del servicio divino formaban parte de los gestos de un profeta; pero las palabras de Cristo: «No hagáis de la casa de mi Padre casa de mercado» demuestran que Él se presentaba como más que un profeta (Jn. 2:16). Esta reprensión equivalía a un llamamiento público dirigido a Israel, para invitar a la nación a seguirle en Su obra de reforma religiosa. Él sabía ya que la nación no lo seguiría, y que Él mismo sería rechazado, lo que daría ocasión, después de Su rechazamiento, para el llamamiento a los gentiles y la edificación de Su iglesia. La predicción, apenas velada, de la muerte que Él iba a sufrir a manos de los judíos, demuestra también que Él ya esperaba este rechazamiento (Jn. 2:19).
Durante la visita de Nicodemo, Jesús proclamó la necesidad del nuevo nacimiento y de Su propia Pasión (Jn. 3:1-21), que daría acceso a todos los hombres a la salvación que el amor de Dios le había enviado a conseguir. Es Juan quien nos cuenta el comienzo del ministerio de Jesús en Judea (Jn. 2:13-4:3), que duró unos nueve meses. Después de la Pascua, Jesús abandonó Jerusalén, y se retiró a las zonas rurales de Judea. La nación se mostraba poco dispuesta a seguirle, por lo que se puso a predicar la necesidad del arrepentimiento, como lo hacía todavía Juan el Bautista. Durante un cierto tiempo, los dos trabajaron mano a mano. Jesús no quiso comenzar una obra independiente antes de que la misión providencial de Juan no hubiera llegado manifiestamente a su fin. La común acción de los dos buscaba el despertamiento espiritual de la nación. Al atraerse Jesús más discípulos que Juan, se decidió a abandonar Judea, porque no quería pasar como un rival de Juan (Jn. 4:1-3).
7. El ministerio en Galilea.
Cruzando Samaria, Jesús se encontró en el pozo de Jacob a una mujer con la que tuvo una memorable conversación (Jn. 4:4-42). Después se apresuró a llegar al norte del país. Cuando llegó a Galilea, la fama de Su nombre le había ya precedido (Jn. 4:43-45). Era evidentemente en Galilea donde Jesús debía dedicarse a la obra, por cuanto los campos estaban ya blanqueados para la siega (Jn. 4:35). Una trágica circunstancia le indicó que la hora había ya llegado en la que, por la voluntad divina, Jesús debía emprender Su misión personal. Supo que Herodes Antipas había hecho encarcelar a Juan el Bautista. El ministerio del Precursor había llegado a Su fin; había llamado a los judíos al arrepentimiento y al despertamiento espiritual, pero todo en vano. De inmediato, Jesús comenzó a predicar en Galilea el evangelio del Reino de Dios, exponiendo los principios fundamentales de la nueva dispensación, agrupando a su alrededor a aquellos que constituirían el núcleo de la futura Iglesia.
El gran ministerio galileo de Jesús duró alrededor de 16 meses. El Maestro centró Su actividad en Capernaum, ciudad comercial muy activa. En Galilea, Jesús se hallaba en medio de una población esencialmente judía, pero en una región en la que, a causa de la distancia, las autoridades religiosas de la nación no intervenían demasiado. Es evidente que su propósito era anunciar el Reino del Señor y revelar al pueblo, mediante poderosas obras, cuáles eran a la vez su autoridad personal y la naturaleza de este reino. Jesús demandaba que se creyera en Él. Revelaba el verdadero carácter de Dios, y Sus demandas en relación con los hombres. Jesús no reveló abiertamente que Él era el Mesías (excepto en Jn. 4:25-26), por cuanto Sus oyentes poco espirituales no habrían sabido discernir el verdadero carácter de Su misión; además, no había llegado aún la hora de la manifestación pública del Mesías (en gr. Cristo). En general, se aplicaba el término «Hijo del hombre».
Al principio, el Señor no hizo alusión a Su muerte, porque los oyentes no estaban preparados para oír de ella. Les enseñó los principios de la verdadera piedad, interpretándolos con autoridad. Sus extraordinarios milagros suscitaron un enorme entusiasmo. Es así que atrajo sobre Sí la atención hasta el punto que todo el país estaba ávido de verlo y oírlo. Sin embargo, y tal como Él había previsto, las multitudes se dejaron arrastrar por sus falsas concepciones, y no pudieron reconocerlo en Su carácter de humildad y abnegación. Sólo un pequeño grupo lo siguió fielmente; y fueron estos pocos los que propagaron por el mundo, después de Su muerte y resurrección, las verdades que el Maestro les había enseñado.
8. Viajes en dirección a Jerusalén, y ministerio en Perea.
Es imposible establecer de una manera precisa la sucesión de los movimientos del Señor, por cuanto el relato de Lucas, la fuente principal de enseñanzas para este período, no sigue un orden cronológico preciso. Pero los hechos esenciales son cosa bien conocida. Jesús se atrae la atención del país entero, incluyendo la Judea. Envía a los setenta para anunciar Su llegada; se presenta en Jerusalén durante la fiesta de los Tabernáculos (Jn. 7); después, una vez más, durante la fiesta de la Dedicación (Jn. 10:22). En estas dos circunstancias se presenta al pueblo en varias ocasiones. Declara ser la Luz del mundo, el Buen Pastor de la grey de Dios, y lucha audazmente contra las autoridades que se oponen a Sus enseñanzas. Recorre asimismo Judea y Perea, explicando al pueblo, de una manera bella y concreta, en qué consiste la vida espiritual auténtica, y qué concepción debemos tener de Dios y del servicio que debemos rendirle. Aquí se sitúan las parábolas:
del buen samaritano,
de los invitados al banquete de bodas (Lc. 14),
de la oveja extraviada,
de la dracma perdida,
de Lázaro y del rico malvado,
de la viuda importuna y el juez injusto,
del fariseo y el publicano.
En tanto que va creciendo la hostilidad mortal de las autoridades, el Señor proclama el Evangelio de una manera más completa. Hay un hecho que lleva la agitación a su punto culminante. Lázaro de Betania, amigo de Jesús, cae enfermo. Cuando Jesús llega a su casa, hace ya cuatro días que ha muerto. Jesús lo resucita, siendo este milagro de una notoriedad y carácter que sobrepasa a todos los demás (Jn. 11:1-46). Este prodigioso acontecimiento, producido tan cerca de Jerusalén, hizo sentir sus efectos como una onda expansiva. A instigación de Caifás, que aquel año era el sumo sacerdote, el sanedrín estimó que sólo la muerte del agitador podría aniquilar Su influencia (Jn. 11:47-53). Jesús se retiró de inmediato (Jn. 11:54). Es evidente que había decidido no morir antes de la Pascua. Como se iba aproximando el día de la fiesta, se puso otra vez en marcha hacia Jerusalén, atravesando Perea (Mt. 19; 20; Mr. 10; Lc. 18:31-19:28), enseñando y predicando nuevamente la inminencia de Su muerte y resurrección, llegando a Betania seis días antes de la Pascua (Jn. 12:1).