(gr. «'loannes», del heb. «Yõhãnãn»: «Jehová ha hecho gracia»).
Precursor inmediato de Jesús, enviado para prepararle el camino. Su padre Zacarías y su madre Elisabet, descendientes ambos de Aarón, eran personas profundamente piadosas (Lc. 1:5). Elisabet era prima de la virgen María, que pertenecía a la tribu de Judá (Lc. 1:36). Los padres de Juan vivían en una localidad de la zona montañosa de Judá (Lc. 1:39), quizá Jutah, o en la ciudad sacerdotal de Hebrón. Zacarías estaba cumpliendo su función sacerdotal quemando el incienso en el Templo de Jerusalén, cuando se le apareció el ángel Gabriel. Éste le prometió un hijo, que se debería llamar Juan, y que debería ser criado como nazareo, a semejanza de Sansón y de Samuel. El ángel le anunció además que el niño sería lleno del Espíritu Santo desde su nacimiento, y que estaba llamado a preparar para el Señor un pueblo bien dispuesto (Lc. 1:8-17).
Juan nació el año 2 a.C. Pasó su juventud en la región desértica no lejos de su tierra natal, al oeste del mar Muerto (Lc. 1:80). En el año 29 d.C. se puso a predicar en el desierto, en los alrededores del Jordán. Se cree que Juan ejerció su ministerio en un año sabático (Lc. 3:1, 2).
Su misión fue la de revelar al Mesías en la persona de Jesús (Jn. 1:15). Con un intenso fervor, predicó a las multitudes que le venían de todas partes. Los apremiaba a que se arrepintieran de inmediato, por cuanto el reino de los cielos se había acercado. Muchos eran bautizados en el Jordán, después de haber confesado sus pecados. Por ello, Juan recibió el epíteto de «el bautista», que desde entonces le ha distinguido de sus homónimos. Su bautismo de agua simbolizaba la purificación de los pecados; pero el profeta no creía que aquello fuera suficiente. Exhortaba a sus oyentes a que creyeran en Aquel que debería venir tras él (Hch. 19:4). Se declaraba indigno de desatar la correa de sus sandalias, por cuanto el Cristo bautizaría a sus discípulos con Espíritu Santo y con fuego (Mt. 3:5-12). Aunque Juan se declaró inferior a Jesús, nuestro Señor quiso ser bautizado por él. Oponiéndose a ello desde el principio, el Bautista demostró que había reconocido al Mesías en Jesús (Mt. 3:13-17). No ignoraba lo que Zacarías y Elisabet le habían dicho acerca de ello. La exactitud de sus relatos quedó plenamente confirmada cuando vio al Espíritu Santo descendiendo sobre Jesús al ser bautizado. Esta señal le autorizó a proclamar que Jesús era el Cristo (Jn. 1:32, 33).
Malaquías había profetizado que Elías vendría antes del gran día de Jehová, y que un precursor prepararía el camino del Señor (Mal. 4:5-6; 3:1).
El ángel que habló a Zacarías le había anunciado que su hijo iría «delante de Él (el Señor) con el espíritu y el poder de Elías» (Lc. 1:17). Jesús mismo declaró que el ministerio de Juan el Bautista era un primer cumplimiento de la profecía de Malaquías (Mr. 9:11-13). Además, el Bautista precisó con claridad que él no era Elías (Jn. 1:21). Este último volverá, parece, como uno de los dos testigos de Ap. 11, inmediatamente antes de la gloriosa venida de Cristo (véase ELÍAS). En cuanto a Juan el Bautista, en muchos puntos tenía una gran semejanza con Elías: su vestimenta rústica, su comportamiento hacia los grandes de este mundo, y sobre todo su acción ante el pueblo para llevarlo a Dios mediante el arrepentimiento y una verdadera conversión. De Jesús dijo: «Es necesario que él crezca, pero que yo mengüe», y constató, sin ningún tipo de celos, el cumplimiento de su predicción (Jn. 3:25-30). Su ministerio fue muy breve, pero gozó de una gran popularidad. Hacia el final del año 31 d.C., fiel a su misión, reprochó a Herodes el tetrarca el adulterio en que vivía con la mujer de su hermano Felipe; Herodes hizo encarcelar al profeta (Lc. 3:19, 20). Angustiado, deseoso de saber qué giro iba a tomar la obra de Jesús, quizá sintiéndose abandonado en tanto que otros estaban siendo socorridos, Juan envió a dos de sus discípulos para inquirir de Jesús si Él era el Mesías prometido. El Señor les respondió con una relación de sus obras. Cuando los dos discípulos se volvían a Juan, Jesús pronunció delante de la multitud un magnífico elogio de Juan el Bautista (Mt. 11:2-15). Aunque no había hecho ningún milagro (Jn. 10:41), fue el más grande de los profetas, en el sentido de que tuvo el privilegio de preparar al pueblo para la venida del Cristo y de revelarlo como tal. Herodías, la princesa adúltera, tramó la muerte del profeta; persuadió a su hija, cuya danza había hechizado a Herodes, que pidiera al tetrarca la cabeza de Juan el Bautista. Le fue concedido este deseo, y los discípulos de Juan se llevaron el cadáver decapitado de Juan para sepultarlo. Privados de su maestro, se acordaron del testimonio que Juan había dado del Cordero de Dios, y siguieron a Jesús (Mt. 14:3-12; Mr. 6:16-29; Lc. 3:19-20). Josefo atribuye la muerte del profeta a los celos de Herodes, porque Juan tenía una gran influencia sobre el pueblo. Este historiador añade que el aniquilamiento del ejército de Herodes en su guerra contra Aretas fue generalmente considerado como un juicio enviado por Dios sobre el tetrarca a causa de la muerte de Juan. Josefo sitúa el encarcelamiento y la muerte del Bautista en la fortaleza de Maqueronte (Ant. 18:5, 2). Este lugar, llamado Maquera en la época de Herodes, recibe actualmente el nombre de Mekaur (Mukawer); se halla en las montañas, sobre la costa oriental del mar Muerto, a unos 8 Km. al norte del Arnón, en la cumbre de una altura en forma de cono que domina el mar Muerto a más de 11.000 m. de altura. Aún son bien visibles los vestigios de la antigua fortaleza. En el centro hay un profundo pozo y dos torreones; posiblemente uno de ellos fue donde Juan el Bautista estaba encerrado.