(I) Autor.
Como sucede con los otros Evangelios, el cuarto no lleva el nombre de su autor, pero las pruebas internas y externas corroboran el testimonio tradicional que atribuye este Evangelio al apóstol Juan.
(A) Pruebas internas.
(a) El autor es uno de los apóstoles.
El empleo que hace de la primera persona del plural lo demuestra (Jn. 1:14 y quizá Jn. 21:24). La pertenencia del escritor al grupo de los apóstoles se constata asimismo en una gran cantidad de detalles, sobre todo en lo relativo a la impresión causada a los discípulos por los acontecimientos relativos a la vida de Cristo, etc. (Jn. 1:37; 2:11, 17; 4:27, 54; 9:2; 11:8-16; 12:4-6, 21, 22; 13:23-26; 18:15; 19:26, 27, 35; 20:8). Hay además la clara afirmación de Jn. 21:24.
(b) El discípulo al cual amaba Jesús es mencionado con frecuencia (Jn. 13:23; 19:26; 20:2; 21:7, 20, 21), y el pasaje de Jn. 21:20-24 afirma que este discípulo es el autor. El libro cita los nombres de los apóstoles, con excepción de los de Mateo, Jacobo hijo de Alfeo, Simón el Zelote y los hijos de Zebedeo. Siendo que Mateo, Jacobo hijo de Alfeo y Simón el Zelote no se hallaban en el círculo íntimo, ninguno de ellos puede recibir el apelativo de «el discípulo al cual amaba Jesús». En cuanto a Jacobo el hijo de Zebedeo, había muerto mucho antes de la redacción del cuarto Evangelio (Hch. 12:2), y no puede ser identificado con el autor. «El discípulo al cual amaba Jesús» es innegablemente el apóstol Juan.
(c) El griego del cuarto Evangelio está muy teñido de arameismos, lo cual es una indicación clara de que el redactor era judío.
(d) El redactor conoce a fondo la geografía de Palestina, y la historia y las costumbres de la época de Jesús (p. ej., Jn. 1:21, 28, 46; 2:6; 3:23; 4:5, 27; 5:2, 3; 7:40-52; 9:7; 10:22, 23; 11:18; 18:28; 19:31). Este libro presenta aún más rasgos personales que los otros Evangelios. Todas estas pruebas internas confirman de una manera notable la atribución del cuarto Evangelio al apóstol Juan.
(B) Las pruebas externas son de dos clases:
(a) La mención formal del nombre del autor y
(b) el empleo del cuarto Evangelio en los documentos antiguos demuestran la alta estima en que se tenía a este escrito. Ireneo, obispo de Lyon hacia el año 185 y discípulo de Policarpo (que había sido discípulo de Juan), afirma categóricamente que el apóstol había escrito su Evangelio en Éfeso y que los otros tres Evangelios ya existían antes.
Al final del siglo II y al inicio del III, Clemente de Alejandría, Tertuliano y Orígenes coinciden en ello. Las pruebas externas del segundo tipo dan testimonio de la existencia del cuarto Evangelio y de la confianza que inspiraba. La Didaché (alrededor del año 110 d.C.) parece haber sacado algunas de sus fórmulas de la terminología juanina. Las Epístolas de Ignacio (que no son posteriores al año 117) muestran que éste conocía bien el cuarto Evangelio, que lo consideraba como poseyendo autoridad para él, y probablemente, para las iglesias de Asia Menor, al inicio del siglo II. El texto más antiguo que se conoce del NT es un fragmento de una página de un códice de papiro, que la paleografía sitúa hacia el año 125. Este fragmento, que se conserva en la Biblioteca John Rylands, de la Universidad de Manchester, contiene algunos versículos de Juan 18. Debido a que fue hallado en Egipto, constituye una indicación de la rapidez con que se esparció el cuarto Evangelio. Otro fragmento de papiro, fechado alrededor del año 140, relata episodios de la vida de Jesús, sacando parte de sus enseñanzas de este Evangelio. Justino Mártir (alrededor del año 150) alude innegablemente a este Evangelio y lo considera como «una de las memorias de los apóstoles» llamadas Evangelios, según él, y redactados por los apóstoles y sus asociados. El Evangelio de Pedro y los Hechos de Juan, dos libros apócrifos de alrededor del año 150, presentan rasgos evidentes del pensamiento juanino. El Diatessaron de Taciano (alrededor del año 170) es una armonía de nuestros cuatro Evangelios canónicos. El ms. Sinaítico que contiene los antiguos Evangelios en siríaco indica que en el siglo II la iglesia siríaca había admitido nuestros cuatro Evangelios. Finalmente, es cosa cierta que incluso los primeros herejes gnósticos del siglo II, p. ej., Basílides (hacia los años 120-140), Heracleón (hacia 160-180) y, quizá, Valentino (hacia 140-160), citaban e incluso comentaban el cuarto Evangelio.
Así pues, las pruebas externas se unen a las internas para señalar a Juan como el autor del cuarto Evangelio; demuestran además que en extensas regiones el cuarto Evangelio ya constituía una autoridad en la Iglesia inmediatamente posterior a los apóstoles.
Sin embargo, numerosos críticos rechazan el fundamento de la argumentación anteriormente presentada. Creen que el autor del cuarto Evangelio no es el apóstol Juan; este último no habría sido más que el testigo ocular en el que se habría basado el evangelista (Jn. 19:35; 21:24). Según estos críticos, el redactor del Evangelio, discípulo de Juan el apóstol, habría redactado su texto en base a los recuerdos y a la enseñanza de su maestro. Este redactor sería desconocido, a no ser que se quiera ver en él a un tal «Juan el Anciano», del que mucho se ha hablado modernamente, pero del que nada se sabe. Por lo demás, una buena cantidad de eruditos modernos consideran que Juan el Anciano no es otro que Juan el apóstol. De todas maneras, las suposiciones en las que se basan los críticos carecen de fundamento sólido, y no pueden servir de base para negar que el discípulo de Cristo fuera el autor del cuarto Evangelio
Está demostrado además que este libro fue escrito en Asia Menor (en Éfeso según la tradición) en el último cuarto del siglo I. Los adversarios de Jesús son simplemente designados por el nombre de judíos (Jn. 1:19; 2:18; 5:10; 7:15; etc. ) se dan explicaciones acerca de las fiestas judías (Jn. 6:4; 7:2; 11:55; 19:31); el nombre del mar de Galilea va acompañado de la expresión pagana «el de Tiberias» (Jn. 6:1). En el prólogo, Cristo recibe el nombre de «el Verbo de Dios», lo que demuestra que, en la época de ser escrito, el cristianismo se hallaba en un medio de movimientos filosóficos que se sabe que existían entonces en Asia Menor. Todo esto explica el propósito, además manifiesto, de este escrito: exponer el testimonio que Cristo dio de sí mismo como Hijo de Dios venido en la carne y como Salvador del mundo (Jn. 20:30, 31). El autor da por supuesto el conocimiento de numerosos episodios de los Evangelios Sinópticos por parte de sus lectores (véase EVANGELIOS). Los sinoptistas no habían registrado los grandes discursos del Señor que constituyen la respuesta a los ataques de los judíos contra su divinidad o la revelación a sus discípulos del misterio de su persona y de la relación espiritual que ellos tenían con Él. Juan se decidió a consignar por escrito este testimonio personal de Jesús, tarea tanto más urgente cuanto que se suscitaban falsas doctrinas que negaban ciertos aspectos de la persona de Cristo. Naturalmente, el apóstol unió a todo ello numerosos detalles sacados de sus recuerdos personales. Como resultado la Iglesia recibió un retrato integral de su Señor bajo su aspecto a la vez humano y divino.
(II) CONTENIDO.
El Evangelio de Juan se inicia con un prólogo (Jn. 1:1-8), donde el apóstol resume la gran verdad manifestada por la vida de Cristo: la existencia de una Segunda Persona divina que revela a Dios y que, por este motivo, recibe el nombre de «el Verbo». Fuente universal de vida y de luz en la creación, esta Palabra eterna se encarna en Jesucristo, revela a Dios a los creyentes, y les transmite la salvación. Después Juan relata:
(A) Los primeros testimonios relativos a Jesús, dados por Juan el Bautista y por Jesús mismo en presencia de sus primeros discípulos (Jn. 1:19-2:11).
(B) Lo que Cristo mismo revela de su propia persona en una serie de acciones y, sobre todo, de discursos, dirigidos tanto a los inquirientes como a los adversarios (Jn. 2:12-12:50). Ello incluye:
(a) el testimonio que Jesús da de su propia persona, la primera vez que interviene durante la Pascua (Jn. 2:12-25); la conversación con Nicodemo (Jn. 3:1-21); el reiterado testimonio de Juan el Bautista (Jn. 3:22-36);
(b) la conversación con la mujer samaritana (Jn. 4:1-42);
(c) el segundo milagro que hizo en Galilea (Jn. 4:43-54);
(d) la contestación de Jesús a los judíos que negaban su divinidad y su autoridad (Jn. 5);
(e) el discurso en el que Jesús se presentó como el pan de vida (Jn. 6);
(f) la afirmación renovada de su autoridad y de su filiación divina durante la fiesta de los Tabernáculos (Jn. 7-8);
(g) la curación de un ciego y la parábola del buen pastor (Jn. 9:1-10:21);
(h) el último testimonio de Cristo a los judíos (Jn. 9:22-42);
(i) la resurrección de Lázaro y sus consecuencias (Jn. 11);
(j) las declaraciones de Jesús durante la unción en Betania, durante la entrada triunfal en Jerusalén y la entrevista con los griegos (Jn. 12).
(C) La revelación de Cristo acerca de Sí mismo en relación con Su muerte y resurrección (Jn. 13:1-21:25). Esta sección incluye:
(a) las últimas palabras de Jesús con sus discípulos (Jn. 13-17).
(b) Su arresto, juicio, crucifixión, durante todo lo cual testificó acerca de su divinidad y misión, en particular ante Pilato (Jn. 18-19).
(c) Su resurrección y un cierto número de testimonios a este respecto (Jn. 20-21). El autor parece haber añadido el capítulo 21 como un apéndice a su obra, que en principio hubiera tenido su fin con el capítulo 20.
El cuarto Evangelio muestra que Jesús no es solamente el Hijo del Hombre sino también el Hijo eterno de Dios. Su persona, sus enseñanzas, su obra redentora, todo ello ha servido para revelar a Dios y dar la vida eterna a aquellos que le reciben. Juan presenta la misión de Jesús como el punto culminante de la autorrevelación de Dios; y Cristo comunica a los creyentes esta luz por medio de la cual llegan al conocimiento de las verdades más sublimes. Así, les es otorgada la comunión espiritual con Dios, que constituye la vida eterna, la plenitud, el bien supremo, la salvación perfecta.
Calvino dice de este Evangelio que es «la llave que abre la puerta a la comprensión de los otros tres». Si los primeros evangelistas relatan qué es lo que Jesús «hizo», éste revela ante todo lo que Jesús «es». El «discípulo a quien ama Jesús» ha sabido dar a su libro un carácter singular en lo entrañable de su conocimiento profundo del Salvador. Se pueden contar siete capítulos y medio de conversaciones privadas y de cura de almas: Jesús en privado con:
Nicodemo (Jn. 3),
la samaritana (Jn. 4),
los apóstoles (Jn. 13-16),
Dios (Jn. 17),
Pilato (Jn. 18:33-38; 19:8-11),
Pedro (Jn. 21:15-23).
Escribiendo después de los otros, Juan se esfuerza en relatar las cosas inéditas:
milagros (Jn. 2:7; 4:50; 5:8; 9:7; 11:43; 21:6),
parábolas (Jn. 4:10-14; 6:32-58; 10:1-30; 15:1-8),
acciones (Jn. 8:3-11; 13:1-17; 21:15-23),
discursos (Jn. 13-16),
oración (Jn. 17).
El libro entero, teniendo como tiene por objeto demostrar «que Jesús es el Hijo de Dios» contiene numerosas pruebas de su divinidad:
(a) La eternidad de Cristo (Jn. 1:1-2; 8:58; 12:34; 17:5).
(b) Su omnipotencia manifestada en la creación (Jn. 1:3, 10) y en sus milagros (Jn. 5:36; 10:25, 37-38).
(c) Su omnisciencia (Jn. 1:46-50; 4:17-19).
(d) Su santidad absoluta (Jn. 8:13, 46),
(e) Su igualdad con Dios (Jn. 5:18; 10:30, 31),
(f) Su sabiduría perfecta (Jn. 7:45, 46),
(g) Su omnipresencia (Jn. 3:13; 17:11-26),
(h) Las afirmaciones de las Escrituras (Jn. 5:39),
(i) Los testimonios dados acerca de Él (Jn. 1:29-34, 45-49; 5:31, 33, 37).
(j) Su resurrección (Jn. 20:8, 27-28; cfr. Hch. 2:24, 36; 5:30, 31; etc.).
(k) Su glorificación (Jn. 13:32; 16:10; cfr. Hch. 9:3; 26:13).
Frente a un tal Salvador bien puede el creyente prorrumpir: «¡Señor mío y Dios mío!» (Jn. 20:28). «Estas (cosas) se han escrito para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo, tengáis vida en su nombre» (Jn. 20:31).
Bibliografía:
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Meyer, F. B.: «La vida y la luz de los hombres y Amor hasta lo sumo» (Clíe, Terrassa, 1983)
Kelly, W.: «An Exposition of the Gospel of John» (C. A. Hammond, Londres 1966, reimpr. edición 1898)
Kelly, W.: «The Epistles of John the Apostle» (Bible Truth Publishers, Oak Park, Illinois, 1905, reimpr. 1970);
Smith, H.: «The Last Words» (Believers Bookshelf, Sunbury, Penn. s/f);
Stott, John R. W.: «Las cartas de Juan, introducción y comentario» (Ediciones Certeza, Buenos Aires, 1974).