(forma gr. del heb. «Judá»).

Era hijo de un Simón (Jn. 6:71); aunque era uno de los doce para el apostolado, traicionó a su Señor. Recibe el nombre de Iscariote para distinguirlo del otro apóstol que también se llamaba Judas (Lc. 6:16; Jn. 14:22). Por lo general, su apelativo se interpreta como significando que Judas era originario de Queriot, lo cual indicaría que no era galileo. A juzgar por su carácter, parece indudable que siguió a Jesús con vistas a las ventajas materiales que obtendría gracias al establecimiento del Reino mesiánico. Sin dar nombres, Jesús hizo frecuentes alusiones a la futura traición de uno de los doce (Jn. 6:70). A Judas le había sido confiado el cuidado de la bolsa común, pero se dio a la avaricia; traicionó la confianza de sus amigos, apropiándose de una parte del dinero. María de Betania quebró un vaso de alabastro y ungió a Jesús con un perfume de gran precio para mostrar su afecto por el Maestro. Hablando en su propio nombre y en el de los otros discípulos, Judas calificó duramente esta acción de desperdicio. Pero no era su preocupación hacia los pobres lo que le motivó a esta intervención, sino el deseo de apropiarse del precio del perfume, si hubiera podido disponer de él en su bolsa (Jn. 12:5, 6). Jesús lo reprendió en público, aunque suavemente. Herido en su amor propio, el Iscariote se dirigió a los principales sacerdotes, ofreciéndoles entregarles a Jesús a cambio de una recompensa. Acordaron entregarle treinta monedas de plata, el precio establecido para un esclavo. A partir de entonces, Judas empezó a buscar la oportunidad de entregar a su Maestro (Mt. 26:14-16; Mr. 14:10, 11; cfr. Éx. 21:32; Zac. 11:12, 13). Jesús, que no quería ser crucificado en otro momento más que durante los días de la Pascua, mencionó durante la cena la próxima traición de uno de los doce. El diablo ya había puesto en el corazón de Judas este designio criminal (Jn. 13:2). Cuando el Señor declaró solemnemente: «uno de vosotros me va a entregar», cada discípulo empezó a preguntarle: «¿Soy yo, Maestro?» Pedro le hizo a Juan una señal para que se lo preguntara a Jesús. Cristo respondió de una manera enigmática que el traidor pondría la mano con Él en el plato (Mt. 26:23; Mr. 14:20) y que era a él a quien Él iba a darle el bocado escogido (Jn. 13:26); en otras palabras, que se trataba de uno de sus íntimos, con el que compartía su pan (Jn. 13:18; cfr. Sal. 41:10). Sin duda, Jesús y Judas estaban a punto de mojar el pan en el plato común, siguiendo la costumbre oriental. Jesús mojó el trozo de pan que tenía en la mano y lo dio a Judas (Jn. 13:27), que también le preguntó: «¿Soy yo, Maestro?» Jesús le respondió: «Tú lo has dicho» (Mt. 26:21-25). En este momento los discípulos no comprendieron el sentido preciso de esta respuesta. Cuando Jesús añadió: «Lo que vas a hacer, hazlo más pronto», supusieron que el Señor estaba ordenando al tesorero que se diera prisa a comprar las cosas necesarias para la fiesta, o a dar algo para los pobres. El traidor fue apresuradamente a reunirse con los principales sacerdotes. Había participado de la cena, con el resto de los doce (Mt. 26:20), pero salió inmediatamente después de haber recibido el bocado (Jn. 13:30). El Señor instituyó la Santa Cena después de la Cena Pascual (Mt. 26:26-29; Mr. 14:22-25; Lc. 22:19-20). El relato de Lucas presenta los incidentes de la cena en un orden diferente, para hacer destacar el contraste entre el estado de ánimo de Cristo y el de los discípulos (Lc. 22:15-20 y Lc. 22:21-24). Después de la partida de Judas, cambió el tono de la conversación. Acabada la cena, Jesús condujo a los once al huerto de Getsemaní. Judas acudió allí con una multitud de hombres armados de espadas y bastones; habían sido enviados por los jefes religiosos y por los ancianos del pueblo. Judas había convenido con los soldados que les señalaría a quién tenían que prender saludándolo con un beso. El traidor se adelantó y dio un beso a Jesús, a quien los soldados arrestaron (Mt. 26:47-50). Al día siguiente, Judas había cambiado de ánimo. Viendo que Jesús había sido condenado y que iba a ser ejecutado, se dio cuenta de la monstruosidad de su crimen, y fue a ver a los principales sacerdotes diciéndoles: «He pecado entregando sangre inocente», y queriendo devolver el dinero. Su conciencia no estaba tan endurecida como la de los jefes religiosos, que, después de haberle pagado para que cometiera aquella traición, le volvieron la espalda, diciendo: «¿Qué nos importa a nosotros? ¡Allá tú!». Judas, entonces, arrojó las piezas de plata en el Templo, y se fue para ahorcarse (Mt. 27:3-5). Cayó de cabeza, y su cuerpo reventó, desparramándose todas sus entrañas (Hch. 1:18). El apóstol Pedro (Hch. 1:20) cita en su discurso los pasajes proféticos de los Sal. 69:25 y 109:8. Judas había cumplido lo que estaba escrito del malvado que daba mal por bien, traición a cambio de amor. Los discípulos se apoyaron en estos pasajes para justificar la elección de otro apóstol para que tomara el lugar de Judas. No hubo ninguna fatalidad sobrenatural que obligara al hijo de perdición a cumplir su destino (Jn. 17:12). La misericordia divina no le fue rehusada. Nunca la pidió.

El orden de los acontecimientos de la muerte de Judas parece ser como sigue en base a los relatos de Mt. 27:5 y Hch. 1:16-25: lleno de remordimientos, Judas arroja la plata en el Templo y se cuelga, probablemente con su cinto; éste se rompe, o se suelta de la rama, y su cuerpo se precipita contra las rocas, con lo que queda reventado, como lo dice Hch. 1:18. No estaba permitido poner en el tesoro un dinero mal adquirido (cfr. Dt. 23:18). La conciencia de los principales sacerdotes no estaba en paz acerca de estas treinta piezas de plata; las rehusaron afectando considerarlas como el precio de la traición, y compraron en su nombre el campo del alfarero. (Véase ACÉLDAMA.)


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