Este término tiene dos sentidos diferentes en las Escrituras.

(a) Fuerza determinante, actuando en un sentido único y obligando a la voluntad (Ro. 7:23).

(b) Norma de conducta, impuesta por una autoridad competente, bajo amenaza de sanción en caso de desobediencia. La Biblia usa este término en esta acepción en la mayor parte de los casos. Son numerosas las costumbres inherentes a la vida en sociedad que han sido finalmente codificadas, pero una ley puede ser impuesta por una autoridad terrena o divina sin provenir de una costumbre o de una legislación anterior. El término castellano «ley» (del latín «lex» y de «ligare», atar) traduce el heb. «Torah», instrucción, y el aram. «Dath», discreto, y el gr. «Nomos», costumbre, ley. A excepción de la acepción bajo el sentido anterior (a), este término «ley» significa regla de conducta, que emana de una autoridad que se revela al corazón, o que se impone exteriormente. La ley puede ser decretada por los gobiernos (Esd. 7:26; Est. 1:19; Dn. 6:8), o puede proceder directamente de Dios, por revelación sobrenatural audible, como en Sinaí, o mediante el ministerio de los profetas inspirados (Zac. 7:12). La ley moral se da a conocer también mediante la conciencia (Ro. 2:14, 15). El principio de la sabiduría es el temor de Dios, la obediencia a Su voluntad, el estudio de Su palabra, el conocimiento del corazón humano, y la práctica de la santidad. La enseñanza de esta sabiduría divina es como hacer brotar una fuente de vida (Pr. 13:14). El seguimiento de los sabios preceptos que enuncian los padres es una corona de gracia (Pr. 1:8, 9).

La Ley del AT.

La expresión «la Ley», precedida del artículo determinado, sin calificativo, se aplica en ocasiones a la totalidad del AT (Jn. 12:34; 1 Co. 14:21; cfr. Jn. 10:34; 15:25), pero más frecuentemente designa el Pentateuco (Jos. 1:8; Neh. 8:2, 3, 14; Mt. 5:17; 7:12; Lc. 16:16; Jn. 1:17). Dios se sirvió de Moisés para comunicar la Ley (Éx. 20:19-22; Mt. 15:4; Jn. 1:17). Se trata de la Ley de Jehová (Jos. 24:26; 2 Cr. 31:3), escrita en un libro (Jos. 1:7, 8), incluyendo las ordenanzas del Éxodo, Levítico, Números, Deuteronomio (cfr. Mt. 12:26 y Éx. 3:6; Mr. 7:10 y Éx. 20:12; 21:17; Lc. 2:22 y Jn. 7:22, 23; Lv. 12:2, 3; Mt. 8:4 y Lv. 14:3; Mt. 19:8; 22:24 y Dt. 24:1; 25:5). El Pentateuco (véase PENTATEUCO), primera división del canon, recibía el nombre de la Ley (Lc. 24:44). Los Diez Mandamientos y los estatutos que allí aparecen, dados en Sinaí, son la constitución del Estado teocrático. Todo el pueblo oyó la promulgación de esta ley fundamental. Este conjunto de ordenanzas, que regulaban el culto, que salvaguardaban los derechos de los hombres, que inspiraban la conducta individual, prescribiendo los sacrificios y las fiestas, fue dado en el mismo momento que los Diez Mandamientos, pero comunicado por medio de Moisés (véase TEOCRACIA).

La legislación que reglamentaba de manera detallada la manera de acercarse a Dios fue promulgada en la época de la erección del Tabernáculo (véase LEVÍTICO). Treinta y ocho años más tarde, Moisés proclamó públicamente la Ley a la nueva generación, introduciendo las modificaciones necesarias que demandaba el paso de vivir en una comunidad en un solo campamento a vivir en la Tierra Prometida, con la consiguiente dispersión (véase DEUTERONOMIO).

La abrogación de la Ley para el cristiano no entraña una dejación de las demandas y expectativas de Dios para con el creyente (cfr. Éx. 20:12; Dt. 5:16 y Ef. 6:2, 3). El cristiano ha muerto a la Ley (Ro. 7:4) y ésta no puede enseñorearse de él (Ro. 7:1-6). En realidad, el papel de la Ley es el de una plomada que muestra que el árbol está torcido. En la muerte de Cristo no solamente se trata de que Él llevara nuestro castigo, sino que nosotros somos identificados con Él en su muerte, con lo que la Ley cumple su cometido, su ministerio de muerte, muriendo así el creyente con Cristo (Ro. 6:6-7). Así, el creyente en Cristo entra en una nueva esfera en la que, por la gracia y por el poder del Espíritu, en absoluto bajo el principio de la Ley, sino como el fruto de una nueva naturaleza, vive conforme a la voluntad de Dios (Ro. 6:8-23; Gá. 3:1-4:7). En el NT hallamos todos los principios del Decálogo en su esencia, aunque no como Ley, sino como exhortaciones dadas a los cristianos para vivir como corresponde a personas que han adquirido la nueva naturaleza procedente de Dios, «como hijos amados» (cfr. Ef. 5:1). No rige, pues, el «principio» de la Ley, «haced estas cosas, y viviréis», sino el de la gracia: «como es digno de la vocación con que fuisteis llamados» (Ef. 4:1), siendo pues las obras el fruto del Espíritu en el corazón del hombre, muerto al pecado, y estando bajo la gracia (cfr. Ef. 2:10; Ro. 6:11-14).

Así, no se trata solamente de la abolición de la ley ceremonial para los cristianos procedentes del judaísmo, sino también de la abolición de la relación del cristiano con el principio mismo de la Ley. «La ley se introdujo para que el pecado abundase» (Ro. 5:20), no para aumentar el pecado, sino para mostrar su carácter ofensivo, y para hacer consciente de él a las personas. «Por medio de la ley es el conocimiento del pecado» (Ro. 3:20). El apóstol Pablo afirma que él no hubiera conocido la codicia sino fuera porque la ley decía: «no codiciarás» (Ro. 7:7). Así, el objeto de la Ley era evidenciar la condición pecaminosa del hombre, y lo horrendo de tal condición, y además una prueba de la obediencia del hombre hacia Dios. Fue dada solamente a Israel, la única nación que se hallaba bajo los tratos especiales de Dios, y mediante la cual Él estaba poniendo a prueba al hombre en la carne. El encabezamiento de los Diez Mandamientos es; «Yo soy Jehová tu Dios, que te saqué de la tierra de Egipto, de casa de servidumbre» (Éx. 20:1); esto sólo se podía aplicar a los israelitas. Otra vez, Dios afirma: «A vosotros solamente he conocido de todas las familias de la tierra; por tanto, os castigaré por todas vuestras maldades» (Am. 3:2). Los gentiles son descritos así: «no tienen ley» (Ro. 2:14); tenían sin embargo la obra de la ley escrita en sus corazones, y una conciencia que les daba testimonio cuando actuaban mal. Al asociarse los gentiles con Israel, y oír lo que Dios demandaba moralmente del hombre, es indudable que vinieron a ser más o menos responsables según la medida de luz recibida. Pero, habiendo venido aún más luz, los cristianos de Galacia son duramente reprendidos por ponerse a sí mismos bajo la Ley cuando, como gentiles, nunca lo habían estado. Algunas de las cosas prohibidas en la Ley eran malas intrínsecamente, como el asesinato, la codicia, el robo, el falso testimonio, etc.; otras eran malas sólo porque Dios las había prohibido, como la orden de abstenerse de comer algunas criaturas llamadas «impuras».

La Ley, en su instauración de sacrificios y fiestas, era esencialmente tipológica, y era una sombra de lo que se cumpliría en Cristo. Así, Pablo, como judío, podía decir: «La ley ha sido nuestro ayo para llevarnos a Cristo» (Gá. 3:24). El Señor dijo: «Si creyeseis a Moisés, me creeríais a mí, porque de mí escribió él» (Jn. 5:46). Éste es un punto importante, porque el pasaje donde Pablo menciona a la Ley como «ayo» sigue diciendo que fue «a fin de que fuésemos justificados por la fe». Después que la fe ha venido, los creyentes ya no estamos bajo ayo (Gá. 3:25). Un judío convertido ya no estaba bajo la Ley. Mucho menos un creyente procedente de la gentilidad, a quien Dios jamás había puesto bajo la Ley. (Véase AYO.)

Con frecuencia se expone que en tanto que el cristiano no está bajo la Ley para justificación, sí que lo está para su camino, como norma de vida. Esta teoría, sin embargo, hace violencia a las Escrituras, pues se dice: «El pecado no se enseñoreará de vosotros; pues «no estáis bajo la ley, sino bajo la gracia» (Ro. 6:14). El cristiano ha muerto con Cristo y vive para Dios, más allá de la jurisdicción de la Ley, que se aplica al hombre en la carne, al hombre «en Adán». El cristianismo tiene su verdadero poder en la muerte y resurrección. (Véase también Gá. 5:18.)

Se afirma también con frecuencia que lo que está abrogado es la ley ceremonial, pero que la ley moral obliga a todos. Esto es cierto en cuanto a que la Ley incorpora principios morales inmutables, que siempre deben ser la norma de conducta para todo ser inteligente. Las demandas justas de la Ley se cumplen ahora en aquellos que andan en el Espíritu, en tanto que se afirma que están muertos a la Ley por el cuerpo de Cristo. La Escritura habla sólo de «la Ley». La Ley, así, es presentada en las Escrituras como «el ministerio de muerte grabado en piedra (el Decálogo)», no como la ley de vida del cristiano (2 Co. 3:7). La Ley no da poder sobre el pecado; lo cierto es que tan pronto como la Ley dice que algo concreto no debe ser hecho, da ocasión al deseo, en la naturaleza corrompida del hombre en pecado, de quebrantar esta orden. Las Escrituras no dicen nada acerca de que los cristianos sean regidos por ley; sí dicen que la gracia le enseña cómo caminar (Tit. 2:11, 12), y por cuanto está bajo la gracia el pecado no tendrá dominio sobre él. La Ley mostraba cómo debería ser un hombre justo sobre la tierra. Era perfecta para el propósito para el cual fue dada, pero, como se ve en la cuestión del divorcio (Mr. 10:4), permitía aquello que Dios no se había propuesto originalmente para el hombre, y acerca de ello tenemos el testimonio del Señor Jesús. En Mt. 5:21-48 el Señor menciona cinco puntos que habían sido dados por «los antiguos», en contraste a los cuales Él legisla de acuerdo con el nuevo orden de cosas que Él estaba introduciendo. La Ley no llegaba a la altura de las responsabilidades del cristianismo. El cristiano tiene una norma más sublime, el mismo Cristo. Tiene que andar «como es digno del Señor, agradándole en todo» (Col. 1:10). Habiendo recibido al Señor Jesucristo, tiene que andar en Él (Col. 2:6). Debe andar «como es digno de Dios» (1 Ts. 2:12). Ciertamente, su meta debería llegar a poder decir de manera veraz, con Pablo: «Para mí el vivir es Cristo» (Fil. 1:21).

El hombre se aferra de manera natural a la Ley porque ésta lo reconoce como vivo en la carne. Y aunque viene la maldición y la muerte por no observarla en todos y cada uno de sus puntos, no está, sin embargo, dispuesto a abandonar este terreno. Cristo glorificado es el único a quien Dios reconoce. Solamente Él ha glorificado a Dios. Así, todo aquel que no está «en Cristo» es un pecador ya condenado por la luz que Cristo trajo al mundo.

Para la comparación de la Ley de Moisés con el código de Hammurabi, véase HAMMURABI.

Bibliografía;

Véase bajo JUSTIFICACIÓN.


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