Desde la caída ha existido un permanente conflicto y tensión, en el interior de cada persona, y entre las personas. Se trata de una consecuencia del pecado: la alienación del hombre caído se extiende desde su separación de Dios y enemistad contra Él, a la enemistad contra los propios semejantes, traducida en envidias, celos, contiendas, odios, mentiras, afán de dominio, explotación, y muchas otras actitudes destructivas. Además, existe la mencionada dicotomía interior, que se traduce en un estado de permanente insatisfacción.
Uno de los resultados es la persecución lanzada por parte del hombre caído, individual, colectiva e institucionalmente, contra toda manifestación de Dios en gracia, y contra todo testimonio fiel de parte de Dios.
La persecución puede tomar diversas formas y grados:
calumnias (Mt. 5:11);
desprecio (Jn. 8:48);
ostracismo (Lc. 6:22);
encarcelamiento (Lc. 21:12);
confiscación de bienes (He. 10:34);
muerte (Jn. 16:2).
Las causas de la persecución pueden ser individuales, como en la muerte de Abel a manos de Caín (Gn. 4), odio popular (Hch. 21:27), o acción institucional, en un intento de conseguir una uniformidad ideológica, como en los casos en que se exige una total sumisión al Estado (cfr. los casos de los tres amigos de Daniel, arrojados al horno ardiente por rehusar adorar la estatua de Nabucodonosor, (Dn. 3), así como el lanzamiento de Daniel al foso de los leones por desobedecer la orden de no orar a Dios (Dn. 6). Elías también había sido perseguido en el intento de Jezabel y Acab de imponer el culto a Baal en el reino de Israel; también muchos profetas del Señor sufrieron la muerte a manos de estos impíos reyes (1 R. 19; cfr. 18:1-4). Durante la dominación persa se promulgó un edicto por todo el imperio de Persia, a instigación de Amán agagueo, para que se diera muerte a todos los súbditos judíos (Est. 3). El motivo aducido era el de conseguir la uniformidad de comportamiento (cfr. Est. 3:8). Pero la más cruenta de las persecuciones que sufrieron los judíos en la época del AT fue la de Antíoco Epifanes, que quiso helenizar totalmente su imperio, y ordenó la implantación de la cultura, religión y costumbres griegas también en Palestina. Habiendo profanado el Templo y dado cruel muerte a muchos judíos que persistían en permanecer fieles a la Ley de Moisés, los judíos finalmente se rebelaron y, acaudillados por Matatías y después por su hijo Judas Macabeo, se liberaron del yugo sirio (véanse ANTÍOCO EPIFANES y MACABEOS). En He. 11:36-38 se da una vívida imagen de las persecuciones sufridas por los testigos fieles del AT, «de los cuales el mundo no era digno».
En el NT siguen las persecuciones contra el testimonio y los testigos de Dios. Cristo predice la persecución (Mt. 16:21; 17:22, 23; Mr. 8:31) y la sufre personalmente:
en Nazaret intentaron despeñarlo (Lc. 4:16-30),
y varias veces tuvo que salir de la vista pública, porque las autoridades intentaban matarlo (Jn. 7:1, 25, 32; 10:31, 39, 40; 11:7-9, 16; 47:54, 57, etc.).
El Señor presentó las persecuciones a los Suyos como prueba de discipulado (Mr. 4:17), y declaró bienaventurados a los que debieran sufrir persecución por causa de Su nombre (Mt. 5:10-11). Señaló que el discípulo no podía ser mayor que su Señor. Si habían perseguido al mismo Señor, ¿cómo no perseguirían también a los discípulos? (cfr. Jn. 15:20). Finalmente, el Señor fue entregado, «por el determinado consejo y anticipado conocimiento de Dios», y prendido y muerto por manos de inicuos (cfr. Hch. 2:23). De esta manera, el Creador de todo sufrió la persecución y la muerte de manos de Sus propias criaturas, hecho éste indicador de la profundidad de la enemistad instintiva del hombre en su pecado contra Dios y contra Su manifestación personal en la tierra, poniendo en evidencia lo desesperado de su situación, de su necesidad de la gracia. Obsérvese también que la persecución sufrida por Cristo fue religiosa, mostrándose con ello cómo la religiosidad no es garantía alguna de llegar a la relación con Dios, por cuanto el sentido religioso del hombre está también pervertido por la caída (véase CAÍDA). El hombre no necesita «religión», sino un nuevo nacimiento (véase REGENERACIÓN).
Como el Señor ya había indicado, el caminar de los cristianos estaría marcado por persecuciones. Una vez resucitado, indicó de manera personal a Pedro que él mismo daría testimonio hasta la muerte (Jn. 21:15-22).
Las primeras persecuciones contra los cristianos fueron instigadas por las autoridades judías. Al principio, en medio de las presiones a que fueron sometidos los apóstoles por parte del sanedrín, se dio un toque de moderación con el prudente consejo de Gamaliel (Hch. 5:34). Sin embargo, pronto se olvidaron de aquel llamamiento a la prudencia, y se desató una encarnizada campaña, que tuvo su inicio cruento con el asesinato de Esteban (Hch. 7:1-60), al que siguió una «gran persecución» (Hch. 8:1). Saulo de Tarso se destacó en su celo contra el naciente cristianismo (véase PABLO) (cfr. Hch. 22:4). El rey Agripa hizo encarcelar y dar muerte a Jacobo, el hermano de Juan (Hch. 12:2). A continuación, hizo encarcelar a Pedro, que fue liberado por una intervención sobrenatural de Dios, que envió a Su ángel (Hch. 12:7-11). La implacable oposición de los judíos a la naciente Iglesia queda reflejada en las palabras de Pablo en 1 Ts. 2:14, 15.
Los judíos trataron continuamente de eliminar a Pablo, intentando darle muerte en varias ocasiones (Hch. 14:2-6, 19-20; 17:1-9, 13; 18:12 ss.; 21:27-32 ss.; 23:12-22 ss.; cfr. 2 Co. 11:24, etc.).
También se dieron desde el principio persecuciones de parte de elementos paganos (Hch. 16:11-40; 19:23-41), pero se trataba de explosiones de ira por el desagrado con que ciertos elementos veían esta fe que se iba extendiendo; oficialmente, los primeros años fueron de abierta tolerancia por parte de las autoridades. Ramsay señala que la apelación de Pablo a Nerón tenía entre otros propósitos el de establecer el hecho de que el Evangelio podía ser legítimamente predicado sin prohibición alguna del Imperio, tratándose de una «religio lícita» (religión legal) («St Paul the Traveller and the Roman Citizen», p. 308). Pero ya en el NT se advierte el gran cambio en la política oficial del Imperio en sus tratos con el cristianismo entre la absolución de Pablo y su segundo encarcelamiento, al acusar Nerón a los cristianos del incendio de Roma (julio del año 64 d.C.). Esta persecución está reflejada en los «Anales» de Tácito (15:44), en los que él mismo considera a los cristianos como la hez de la tierra, haciéndose eco de las calumnias que corrían entonces contra ellos (cfr. 1 P. 4:12 ss.; 2 Ti. 4:16).
Los cristianos, en común con los judíos, se negaban a dar adoración al emperador. Después de la persecución de Nerón este hecho vino a ser importante entre las razones que el Imperio Romano tenía para perseguirlos. Las persecuciones llevaron al apóstol Juan al destierro en la isla de Patmos, y allí escribió el Apocalipsis; en este libro podemos entrever la persecución que se estaba dando en Asia. En Esmirna había sufrimiento, persecuciones de parte de los judíos, cárcel y tribulación para los creyentes, a los que les era prometida la corona de vida (Ap. 2:10); en Pérgamo se había dado muerte a Antipas, un fiel testigo del Señor (Ap. 2:13); se menciona la paciencia de los creyentes de Éfeso y de Tiatira (Ap. 2:2, 19); en Filadelfia los creyentes habían sufrido presiones para que negaran a Cristo; allí las persecuciones habían partido también del judaísmo (Ap. 3:8-9); no hay, sin embargo, mención de persecución en Sardis ni en Laodicea. Es posible que allí los cristianos se hubieran asimilado tanto a los valores y forma de vida del paganismo, que no causaran inquietud (Ap. 3:1-6, 14-22).
Con sus persecuciones, Roma buscaba establecer el principio de la absoluta lealtad de los ciudadanos al estado, con todos los mecanismos posibles, incluyendo el de la adhesión religiosa con la adoración al emperador. En contraste con esta postura del Imperio, el cristianismo demanda una lealtad primaria y absoluta a Dios (cfr. Hch. 4:18-20). El cristiano es intimado a obedecer a las autoridades terrenas por causa de la conciencia, por cuanto su autoridad está derivada de la de Dios (cfr. Ro. 13:1-14). Sin embargo, este principio era subversivo para la concepción romana, que demandaba una lealtad absoluta y condicional, no derivada. El paganismo se dio cuenta instintivamente de lo radical de la oposición de conceptos, e intentó destruir el cristianismo. Los perseguidores más encarnizados de los cristianos fueron generalmente los emperadores «ilustrados»:
Trajano,
Antonino Pío,
Marco Aurelio (el emperador filósofo),
Septimo Severo.
En particular fueron muy cruentas las persecuciones de Decio en el año 250 d.C. y
la de Valeriano, su sucesor.
Bajo Gallienus, que lo siguió, se dio un edicto de tolerancia, que fue revocado por
Diocleciano, que lanzó una encarnizada persecución, en el año 303 d.C., con el propósito declarado de destruir de debajo del cielo el nombre de los cristianos. Especial atención tuvo la destrucción de los escritos sagrados del cristianismo, desapareciendo gran cantidad de copias del NT.
Así, durante casi doscientos cincuenta años la mera profesión de cristianismo fue considerada, en el Imperio Romano, un delito merecedor de los más terribles suplicios y de la muerte. En el año 313 Constantino promulgaba el Edicto de Milán, mediante el cual se establecía la libertad de profesar y practicar el cristianismo.
Sin embargo, continuaron las persecuciones, aunque tomando ahora otro carácter. La Iglesia cayó víctima del afán de poder y, pervirtiendo sus valores, se alió con el mundo, intentando establecer su dominio, identificando el Reino de Dios con el dominio de la Iglesia. Empezaron las persecuciones de los disidentes, de los judíos y de los mismos paganos por parte de la Iglesia oficial, que buscaba a su vez imponer la uniformidad, desobedeciendo las advertencias de Cristo (Mt. 13:27-28; 26:51-52). Como resultado, muchos protestaron separándose de tal estado de cosas, para ser a su vez perseguidos. La historia de la cristiandad es una triste historia de matanzas, cruzadas, intrigas y persecuciones, iluminada sólo por el actuar de minorías que han buscado ser fieles al Señor Jesucristo, minorías de cristianos fieles que han conocido y siguen conociendo la persecución en grandes extensiones de nuestro mundo actual, en manos de regímenes totalitarios que exigen una lealtad absoluta que el cristiano ni puede ni debe dar más que a Dios. Así, los creyentes han conocido, al igual que otros no creyentes, los horrores de la Inquisición, y, en la actualidad, la sospecha, la calumnia, el control y la cárcel, malos tratos, y muerte, provenientes de poderes inspirados por diversas ideologías, ateas, islámicas, paganas y neopaganas, que tienen en común su odio contra el evangelio de la gracia de Dios. Se sigue cumpliendo la declaración divina por medio de la pluma de Pablo de que «todos los que quieren vivir piadosamente en Cristo Jesús padecerán persecución» (2 Ti. 3:12). Y los cristianos somos llamados a la mutua asistencia en el común padecimiento con aquellos que sufren, en la comunión del cuerpo de Cristo (1 Co. 12:26). La situación de persecución en la que nació la Iglesia sólo acabará sobre la tierra cuando finalice el conflicto de los siglos con el establecimiento del Reino de Dios con poder. Ahora la justicia sufre (cfr. Mt. 5:6, 10); en la venida de Cristo, la justicia reinará (cfr. Mt. 6:33; Is. 32:1; 42:1 ss., etc.); en los cielos nuevos y la tierra nueva la justicia morará (2 P. 3:13). Además de la consciencia de la victoria final, el cristiano sabe también que Cristo ya ha vencido al mundo (Jn. 16:33), y que «en todas estas cosas somos más que vencedores por medio de aquel que nos amó» (Ro. 8:35-39).
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