La desigual distribución de los bienes materiales no se corresponde con el ideal deseado por Dios. Al otorgar la tierra de Canaán a Su pueblo (Éx. 6:4, 8), asegura de principio una distribución equitativa de las tierras. La Ley de Moisés permitía a los israelitas vender sus bienes, pero con respecto a las tierras, exige que al cabo de cada período de 50 años, cada familia pudiera retornar libremente a la propiedad que tenía como herencia. Así, la tierra no podía ser vendida, sino sólo su usufructo hasta el final del período jubilar (véase JUBILEO; cfr. Lv. 23:13, 23). Esta ordenanza, que tenía la intención de impedir el acaparamiento de las tierras, no suprimió enteramente la pobreza, debida bien a la culpa del individuo o de sus antecesores, bien a circunstancias de las que sólo Dios sabe la razón.

En la teocracia israelita queda teóricamente excluida la indigencia resultante de la pereza o de un crimen; los pobres son considerados como personas desventuradas y sufriendo pruebas, pero amadas por Dios. Todos los indigentes, especialmente las viudas, los huérfanos y los extraños, son objeto de la especial atención del Señor y de los israelitas piadosos, según las instrucciones precisas de la Ley. Toda persona que tuviera hambre tenía derecho a satisfacerla con las uvas o espigas recogidas en la propiedad de otros, pero se le prohíbe que se las lleve (Dt. 23:24, 25). Los pobres son autorizados a espigar detrás de los segadores, a recoger las espigas dejadas en las lindes del campo y los rincones, que el propietario tenía que dejar para ellos (Lv. 19:9). Igualmente con la recolección de la vid (Lv. 19:11; cfr. 23:22; Dt. 24:19-21).

La tierra no debía ser cultivada ni segada durante el año séptimo ni en el de jubileo. Lo que produjera de suyo durante aquel reposo pertenecía de derecho a la colectividad, que se alimentaba gratuitamente (Lv. 25:4-7, 11, 12).

El israelita caído en la miseria puede vender su trabajo a un patrón durante un cierto número de años, pero en el año del jubileo recobraba su libertad (Lv. 25:38-42). El préstamo solicitado por una pobre le tenía que ser concedido, incluso al acercarse el año sabático que permitía al deudor cancelar su deuda (Dt. 15:7-10). Cuando se efectuaba un censo, cada israelita de veinte o más años, varón rico o pobre, tenía que pagar un rescate de su persona de medio siclo de plata destinado, al principio al Tabernáculo (Éx. 30:11-16) y posteriormente para el mantenimiento del Templo (2 R. 12:4-5).

En cuanto a las ofrendas presentadas en el santuario por los pobres, podían ser en algunas ocasiones inferiores a las de los ricos (Lv. 12:8; 14:21; 27:8).

La Ley exhorta a los israelitas a invitar a sus mesas a los menos privilegiados, durante las solemnidades religiosas y en las ocasiones de regocijo (Dt. 16:11, 14). La Biblia muestra numerosos gestos de compasión para el pobre (Jb. 31:16-22).

La Ley prohibe la opresión de los débiles (Éx. 22:21-27), sin embargo, en caso de que haya de ser juzgado, se exhorta a que se haga caso omiso a su condición de pobre, debiéndose examinar objetivamente la acusación en contra de él. La exigencia de la justicia debe prevalecer (Éx. 23:3; Lv. 19:15)

Los períodos de decadencia religiosa coincidieron frecuentemente con la violación de los preceptos caritativos de la Ley, lo que constituyó motivo para las proclamaciones de los profetas en contra de la dureza y de la injusticia (Is. 1:23; 10:2; Ez. 22:7, 29; Mal. 3:5). Los que se aferran a la letra de la Ley, pero descuidan su espíritu, dan la limosna por orgullo, para ser vistos por los hombres (Mt. 6:1-2).

Hay numerosas promesas de gracia y de protección a los israelitas piadosos pero pobres (1 S. 2:8; Jb. 5:15; 34:28; 36:15; Sal. 9:18; 10:14; 12:5; 34:6; 35:10). El que tiene piedad del indigente es objeto de bendiciones divinas (Sal. 41:1; Pr. 14:21, 31; 29:7).

Durante Su ministerio, el Señor Jesús dio testimonio de amor hacia los pobres (Mt. 19:21; Lc. 18:22; Jn. 13:29; etc.); es a ellos, de una manera especial, que se dirige la Buena Nueva (Mt. 11:5; Lc. 14:21-23).

La Iglesia primitiva considera como uno de sus deberes más sagrados el de socorrer a sus miembros sin recursos, y de ayudar asimismo, en la medida de lo posible, a los pobres que no pertenecieran a la comunidad cristiana (Hch. 2:45; 4:32; 6:1-6; 11:27-30; 24:17; 1 Co .16:1-3; Gá. 2:10; 1 Ts. 3:6).

El espíritu de pobreza, de humildad, tiene que caracterizar a los ricos así como a los pobres (Mt. 5:3). Se exhorta de una manera expresa a no hacer acepción de personas y a no menospreciar a los pobres, que Dios ha elegido para que sean ricos en fe y herederos del reino (cfr. Stg. 2:1-5). Aunque se ha de recalcar que no es la pobreza lo que lleve a nadie a la salvación, sí que es más fácil a un pobre aceptar la gracia de Dios que a los que están aferrados a abundantes riquezas (Lc. 18:24-27).

El cristiano debe ser siempre consciente de que cualquier bien que tenga en su propiedad no le pertenece de una manera absoluta, sino que le ha sido dado para su fiel administración en conformidad a la voluntad de Dios (cfr. Mt. 25:15-28; Lc. 19:13-25; 1 Co. 4:7 y Ef. 4:28).


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