En la Biblia, las riquezas son una bendición, y un bien confiado por Dios al hombre (Dt. 19:18; 1 5. 2:17; 1 Cr. 29:12; Ec. 5:19); Abraham era «riquísimo» (Gn. 13:2); sin embargo, el hombre es considerado como administrador, no dueño de ellas. De esta manera el Señor, como dueño de todo (cfr. Sal. 24:1) da instrucciones a los que tienen para que den liberalmente a los necesitados (Dt. 15:7-11; cfr. Dt. 15:1-6; 15:12-18).

En las Escrituras se denuncia el peligro del perverso corazón humano de confiarse en las riquezas, en vez de fiarse de Dios (Jer. 9:23-24). El poseedor de riquezas puede ensoberbecerse por ello (Pr. 18:23; 28:11), hasta el punto que el Señor Jesús señala la dificultad de la salvación de los ricos (Mt. 19:23, 24; Mr. 10:25; Lc. 18:25; cfr. 18:18-23). Denuncia el inmenso peligro de caer en la esclavitud de las riquezas (Mt. 6:24; cfr. Ec. 4:8; 5:12). Refiriéndose a los creyentes ricos, el apóstol Pablo da la instrucción a Timoteo: «A los ricos de este siglo manda que no sean altivos, ni pongan la esperanza en las riquezas, que son inciertas, sino en el Dios vivo... Que hagan bien, que sean ricos en buenas obras, dadivosos, generosos...» (1 Ti. 6:18, 19). El Señor Jesús es puesto como ejemplo: «Ya conocéis la gracia de nuestro Señor Jesucristo, que por amor a vosotros se hizo pobre, siendo rico» (2 Co. 8:9). No se condena en absoluto la posesión de las riquezas, pero sí el mal uso de ellas, como de cualquier otro don que el Señor haya otorgado al creyente. También se condena su mala adquisición, por avaricia (Pr. 28:22); engaño (Jer. 5:27); rapiña (Mi. 6:12); opresión (Stg. 2:6); impago de los salarios debidos (Stg. 5:1-4), junto con un dominio violento de la sociedad (Stg. 5:5-6).

En un nivel trascendental, Dios hace partícipe al creyente de Sus riquezas en gloria en Cristo Jesús (Fil. 4:19). En Cristo, Dios nos ha dado a conocer las riquezas de Su gracia (Ef. 1:7), de Su benignidad (Ro. 2:4), de Su gloria (Ro. 9:23), de Su sabiduría y conocimiento (Ro. 11:33), y de pleno entendimiento (Col. 2:2).

La iglesia profesante, vendida al mundo y envanecida por sus pretendidos logros, poder y riquezas, es denunciada por el Señor Jesús como absolutamente miserable, andando en total desventura, pobreza, ceguera y desnudez. Estas terribles carencias sólo pueden ser suplidas con las riquezas de Cristo, y Su provisión (Ap. 3:14-18). En este pasaje el Señor, que aconseja el reconocimiento de esta necesidad y la aceptación del don que Él ofrece, hace un conmovedor llamamiento al arrepentimiento, «para que seas rico» (Ap. 3:19-22). Este Salvador que quiere enriquecer con las verdaderas riquezas al que confía en Él (cfr. Mt. 6:19-21) es «digno de tomar... las riquezas...» (Ap. 5:12).


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