El tiempo puede ser descrito como «la medida del movimiento»; su medición se efectúa en principio por los movimientos de los cuerpos celestes (Gn. 1:14).
Las divisiones de tiempo constituyen el marco en el que se insertan los acontecimientos y circunstancias de la Biblia, que es un libro eminentemente histórico, cuya acción se desarrolla en un marco claramente cronológico, firmemente relacionado con el tiempo y el espacio.
Las principales divisiones del tiempo, en la Biblia, son:
Ver DÍA.
Período de oscuridad (Gn. 1:5), dividido en tres vigilias de cuatro horas cada una: desde la puesta del sol hasta medianoche; desde la medianoche hasta el canto del gallo; desde el canto del gallo hasta la salida del sol (Éx. 14:24; Jue. 7:19; Lm. 2:19). En la época del NT se distinguían cuatro vigilias, según la usanza griega y romana (Mr. 6:48; Lc. 12:38); los romanos contaban 12 horas nocturnas, desde la puesta hasta la salida del sol (cfr. Hch. 23:23). (Véase NOCHE).
Véase SEMANA.
Véase MES.
El año hebreo se componía de doce meses lunares (1 R. 4:7; 1 Cr. 27:1-15); consiguientemente, con la duración actual del mes lunar, debía contar probablemente 354 días, 8 horas, 48 minutos y 34 segundos. Las fiestas anuales estaban en relación estrecha con los trabajos agrícolas y con las estaciones. Un año basado estrictamente en el sistema lunar habría causado un retraso constante de estas fiestas al no sincronizar de manera exacta un número de meses lunares con el año. Al hacerse necesario coordinar el año lunar con el solar de 365 días se estableció un mes intercalar, que se añadía cada dos o tres años después del duodécimo mes; se le daba el nombre de «Ve'adar» y constaba de 29 días. En la Biblia no se menciona esta costumbre. Así, el ciclo lunar posterior a las perturbaciones cósmicas de Josué y Ezequías (véase apartado anterior (d), Mes) constaba de diecinueve años; los años 3º, 6º, 8º, 11º, 14º, 17º y 19º tenían un mes intercalar. El año religioso comenzaba con el mes de Abib, llamado también Nisán (Éx. 12:2; 23:15; Est. 3:7). Comenzaba con la luna nueva, inmediatamente antes o después del equinoccio de primavera, cuando el sol se hallaba en la constelación de Aries (Ant. 3:8, 4; 10:5). Pero desde la época más remota, los hebreos observaban también el año civil, basado en los trabajos agrícolas, y que comenzaba en otoño (cfr. Éx. 23:16; 34:22; Lv. 25:4, 9 ss.). Esta nación de agricultores estaba evidentemente interesada en hacer coincidir el inicio del año civil con la labranza y la siembra, y su fin con la siega. Indicaban frecuentemente las fechas por los trabajos agrícolas entonces en curso, en lugar de por el número del mes (cfr. Nm. 13:20; Rt. 1:22). Un cierto tiempo después del retorno del cautiverio de Babilonia, empezaron a celebrar el Año Nuevo en la luna nueva del mes séptimo, Tisri. Esta costumbre seguramente no proviene de los acontecimientos registrados en Esd. 3:6 y Neh. 2, aunque hayan contribuido a su establecimiento.
- (f) El tiempo y la eternidad.
Anterior y rebasando de una manera infinita el tiempo humano y sus divisiones, la eternidad bíblica es presentada como un atributo propio de Dios. «Jehová es Rey eternamente y para siempre» (Sal. 10:16). «Desde la eternidad hasta la eternidad, tú eres Dios» (Sal. 90:2, V.M.). «¡Tú eres desde la eternidad!» (Sal. 93:2, V.M.). Es por ello que para Él mil años son como un día, y un día como mil años (2 P. 3:8). De la misma manera, Dios domina el tiempo con Su omnisciencia. El pasado, presente y futuro no existen realmente para el Eterno; conoce todo antes de que llegue a ser (Éx. 3:14; Jn. 8:58; Is. 48:5-7). Al hablar de Israel emplea constantemente «el pasado profético», esto es, considera ya cumplidos los acontecimientos que para los hombres se hallan todavía escondidos en el, para ellos, impenetrable manto del futuro. Los tiempos verbales hebreos se prestan admirablemente a la expresión de estas nociones.
Al hablar del Dios eterno, Alfa y Omega, creador y consumador de todas las cosas, la Biblia nos presenta tres edades:
(A) la eternidad anterior a la creación, «antes de los siglos» (1 Co. 2:7; cfr. Ef. 3:11; 1 P. 1:20; Col. 1:26; Hch. 15:18);
(B) el «presente siglo» (o edad, gr. «aiõn»), que va desde la creación hasta la gloriosa venida del Señor (Gá. 1:4; Ef. 1:21; Tit. 2:12). La primera venida de Cristo tuvo lugar en el centro de este periodo y por consiguiente en el centro de todos los tiempos.
(C) el «siglo venidero», esto es, la eternidad que tenemos delante de nosotros (Ef. 1:21, 2:7; He. 6:5; Mt. 12:32; Mr. 10:30, etc.). Para el AT, lo mismo que para el NT, la diferencia entre el tiempo y la eternidad no tiene que ver con su naturaleza, sino en la duración; la eternidad es un tiempo sin límites, cuya línea infinita coincide por un breve período con la historia que constituye el horizonte temporal humano. Esta noción es totalmente opuesta al especulativo concepto griego que representaba el tiempo como un círculo en el que se daba un eterno retorno (cfr. con la inexorable rueda de reencarnaciones hindúes). «La expresión simbólica del tiempo bíblico se expresa con una línea ascendente, porque la línea que parte de la creación tiene su fin... en Dios» (A. Lamorte, «Le Problème du Temps dans le Prophétisme Biblique», Beatenberg, 1960, p. 108 ss.). Este fin «imprime al conjunto de la historia, que se desarrolla a todo lo largo de esta línea, un movimiento de elevación hacia Él» (O. Cullmann, «Christ et le Temps, Delachaux» 1947)
El Dios eterno, el «Rey de los siglos» (1 Ti. 1:17; Sal. 145:13) al crear al hombre a Su imagen «ha puesto eternidad en el corazón de ellos» (Ec. 3:11). Por la encarnación, Él se humilló hasta nosotros en el tiempo, para llevarnos a participar con Él por toda la eternidad (Sal. 133:3). (Véase VIDA ETERNA.). La oración del creyente es que el Señor lo conduzca en el camino eterno (Sal. 139:24). El Señor acogerá a los Suyos en Su gracia en Su reino eterno (2 P. 1:11).