El trabajo ha sido desde el principio un propósito de Dios para el hombre (cfr. Gn. 1:28; 2:15). Dios mismo enseñó al hombre la actividad de la labranza (cfr. Is. 28:26-29). La misma creación trabaja (cfr. Pr. 6:6-8). El ejemplo más elevado de trabajo lo tenemos en Dios, tanto en Creación (cfr. Gn. 1 y 2) como en Redención (Jn. 5:17). Fue por la caída y la consiguiente maldición que el trabajo pasó de ser un gozo a constituir un agotador esfuerzo para asegurar la subsistencia (Gn. 3:16-19). Por ello, el trabajo, en lugar de fuente de placer y creación, es, para la gran masa de la humanidad, una enojosa actividad esclavizadora, angustiosa, y sin certidumbre de conseguir una adecuada compensación. Ha llegado, en muchos casos, a ser un instrumento de explotación y opresión (cfr. Éx. 1:11-14; 2:23; Stg. 5:4).

Sin embargo, Dios muestra el trabajo y la diligencia en él como una virtud (Pr. 22:29). Se denuncia, sin embargo, el trabajo como un medio para conseguir más de lo necesario para la vida, al añadir ello un agobio innecesario (Ec. 4:6). La mujer diligente en el cuidado de la familia y en la dirección de la casa es cantada con gran alabanza (Pr. 31:10-31).

En la Ley se ordenan los períodos de trabajo y de descanso, con todo el ciclo de fiestas anuales, en las que, al igual que en los sábados, se debía dejar a un lado toda labor y dedicarla al descanso, oración, adoración, y fiesta, bien de gozo o de humillación (cfr. Dt. 16:11, 14, etc.; Lv. 23:27-32; véase FIESTAS).

El creyente es considerado colaborador de Dios (1 Co. 3:9). No estando bajo la maldición, sino gozando de la bendición de Dios, es exhortado a trabajar con fidelidad, «no sirviendo al ojo... sino con corazón sincero, temiendo a Dios» (Col. 3:22). La exhortación sigue así: «Y todo lo que hagáis, hacedlo de corazón, como para el Señor y no para los hombres» (Col. 3:23). El cristiano fiel puede sentirse alentado, pues su trabajo «en el Señor no es en vano» (1 Co. 15:58). Los creyentes deben ocuparse en buenas obras (Tit. 3:8), viviendo en este siglo sobria, justa y piadosamente (Tit. 2:12) mientras espera la venida de su Señor (Tit. 2:13). Su trabajo debe tener un triple propósito: glorificar a Dios (1 Co. 6:20), subvenir a sus propias necesidades, para no ser carga a nadie (1 Ts. 4:11-12) y poder ayudar a los que padecen necesidad (Ef. 4:28). Este trabajo debe ser llevado a cabo sosegadamente (2 Ts. 3:12), sin ansiedad (1 P. 5:7) ni avaricia (He. 13:5), por cuanto el Señor ha prometido Su cuidado a todos los Suyos (cfr. Fil. 4:19). Por otra parte, hay la taxativa instrucción de que, por una parte, «si alguno no quiere trabajar, tampoco coma» (2 Ts. 3:10); por la otra: «El obrero es digno de su salario» (Lc. 10:7; 1 Co. 9:14; 1 Ti. 5:18).

El mismo Dios encarnado asumió una profesión: la de carpintero (Mr. 6:3), santificando así el trabajo común. Pablo mismo fue ejemplo de los creyentes, trabajando en su actividad para su sustento (véase PABLO).

Son numerosísimas las actividades mencionadas en la Biblia. La primera de ellas, dada al hombre para ejercerla en su estado paradisíaco, fue la labranza y cuidado de Edén (Gn. 2:15). En el estado eterno, en un contexto de reposo moral, los redimidos de Dios ejercerán su servicio ante Él (Ap. 22:4). Así, el reposo en el que el creyente entrará no será la cesación de la actividad, sino de la lucha, de la confrontación contra el enemigo en un sistema hostil, en un estado de cosas anormal desde la entrada del pecado en el mundo. En los cielos nuevos y tierra nueva donde morará la justicia (2 P. 3:13) no habrá inactividad, sino una armoniosa labor en una atmósfera de comunión y en plenitud de goce de la hermosura de la santidad del Señor.


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