(gr. metamorfosis).
Este término indica el cambio que tuvo lugar en la apariencia de Jesús en la visión en el monte santo. El Señor, rechazado ya de manera oficial por las autoridades del judaísmo, se dirigió con Sus discípulos hacia el extremo norte del país, a la zona de Cesarea de Filipos (Mt. 16:13). Allí, en contraste con la ceguera de Israel con respecto a Su persona (Mt. 16:13-14), recibió la confesión de Pedro de que Él era el Cristo, el Hijo del Dios viviente (Mt. 16:15-16). El Señor empezó entonces a anunciar a Sus discípulos la muerte que Él iba a sufrir en Jerusalén de manos de las autoridades judías (Mt. 16:21).
Fue en el contexto de esta crisis en el ministerio del Señor, cuando afrontaba la última etapa de Su humillación (cfr. Fil. 2:8), que tuvo lugar esta manifestación visible de la gloria del Señor que se ha de manifestar públicamente en el futuro (Fil. 2:9). El Señor, dirigiéndose a Sus discípulos antes de la transfiguración, les anunció que algunos de ellos verían «al Hijo del Hombre viniendo en su reino» (Mt. 16:28). Esta promesa no tardó en ser cumplida. Acompañado de Pedro, Jacobo y Juan, el Señor se dirigió al monte a orar. «Y en tanto que oraba, la apariencia de su rostro se hizo otra, y su vestido blanco y resplandeciente» (Lc. 9:29); «resplandeció su rostro como el sol, y sus vestidos se hicieron blancos como la luz» (Mt. 17:2). Pedro afirma que vieron con sus propios ojos la majestad del Señor (2 P. 16). Fue así un breve atisbo del Señor Jesús investido de gloria, tal como ahora lo está en las alturas, y como se manifestará en Su reino. La Ley y los profetas estuvieron presentes en esta escena, representados por Moisés y Elías; cuando Pedro propuso hacer tres tabernáculos fue acallado por una voz del cielo diciendo: «Éste es mi hijo amado en quien tengo complacencia a él oíd» (Mt. 17: 5; Mr. 9:7; Lc. 9:35).
El evento de la transfiguración marca un punto de inflexión de suma importancia en el ministerio del Señor. Ya el tema de conversación del Señor con Moisés y Elías fue «su partida que iba Jesús a cumplir en Jerusalén» (Lc. 9:31). Desde entonces, la Cruz, el cumplí miento de su obra expiatoria, fue el centro de sus pensamientos: «Afirmó su rostro para ir a Jerusalén (Lc. 9:51). Éste fue un camino emprendido en gracia salvadora: «El Hijo del Hombre no ha venido para perder las almas de los hombres, sino a salvarlas» (Lc. 9:56), y con una dolorida consciencia del rechazo que lo rodeaba (Lc. 9:57-58). Del monte de Su glorificación, el Señor descendía así al valle de Su humillación, dirigiéndose a la Cruz.
La transformación del cristiano, por la renovación de su entendimiento (Ro. 12:2), y en la misma imagen del Señor, por Su Espíritu, al contemplar por la fe la gloria de Cristo (2 Co. 3:8), es expresada con el mismo término que el de la transfiguración del Señor (cfr. 1 Jn. 3:2).
Con respecto a la situación del monte de la Transfiguración, véanse HERMÓN, TABOR.