Después del Diluvio Dios dio a Noé la ley de que «el que derramare sangre del hombre, por el hombre su sangre será derramada» (Gn. 9:6). La ley establecía la distinción entre homicida y asesino; cuando una persona era muerta accidentalmente, el homicida podía huir a una de las ciudades de refugio (véase CIUDADES DE REFUGIO) para ser protegido allí del vengador de la sangre. Entonces se consideraba que el ejecutor de la justicia debía ser el pariente más próximo del asesinado.
Dios ha investido al hombre con una autoridad gubernamental para mantener en vigor este mandato universal, dado mucho antes que la Ley de Moisés, y que nunca ha sido revocado ni mitigado. En el NT se menciona que el magistrado no lleva en vano la espada, porque es servidor de Dios para castigar a los que hacen lo malo (Ro. 13).
Bajo la Ley de Moisés se promulgó el «ojo por ojo y diente por diente» (Mt. 5:38; Éx. 21:24). Para el cristiano es totalmente diferente: habiendo sido tratado en gracia, tiene que actuar también hacia los demás con este mismo espíritu de gracia. Lo que a él se le indica es: «No os venguéis vosotros mismos, amados míos, sino dejad lugar a la ira de Dios; porque escrito está: Mía es la venganza, yo pagaré, dice el Señor» (Ro. 12:19; Ap. 6:10; 19:2). Ahora es el día de la gracia; pero se avecina el día de la venganza que caerá sobre aquellos «que no conocieron a Dios, ni obedecen al evangelio de nuestro Señor Jesucristo» (2 Ts. 1:8). El deber del cristiano de no vengarse no choca en absoluto con el ejercicio del gobierno de Dios por los magistrados, que derivan su autoridad de Él en la represión y retribución del mal.