En las Escrituras se presenta comúnmente en contraste con la muerte. La vida eterna ha sido revelada en el Señor Jesucristo. «Éste es el verdadero Dios, y la vida eterna» (1 Jn. 5:20). «Y éste es el testimonio: que Dios nos ha dado vida eterna; y esta vida está en su Hijo. El que tiene al Hijo, tiene la vida; el que no tiene al Hijo de Dios no tiene la vida» (1 Jn. 5:11, 12). Por ello, el que tiene al Hijo de Dios tiene la vida ahora, y lo sabe por el Espíritu Santo, el Espíritu de vida. El apóstol Juan habla de la vida como un estado subjetivo de los creyentes, aunque inseparable del conocimiento de Dios plenamente revelado como el Padre en el Hijo, y verdaderamente caracterizada por esto mismo. El Señor le dijo al Padre en oración: «Ésta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado» (Jn. 17:3). El apóstol Pablo presenta la vida eterna más en su aspecto de esperanza puesta delante del cristiano, que sin embargo tiene un efecto moral en el aquí y ahora (Tit. 1:2; 3:7). De ello se puede ver que para el cristiano la vida eterna se relaciona en su plenitud con la gloria de Dios, cuando el cuerpo presente que forma parte de la vieja creación será transformado, y habrá una total conformación a semejanza del de Cristo, en cumplimiento de los propósitos de Dios. En este tiempo de espera, el propósito de Dios es que el cristiano, en quien mora el Espíritu Santo, sepa (tenga el conocimiento consciente) de que tiene la vida eterna (1 Jn. 5:13), una vida totalmente distinta de la vida en la carne, relacionada con el Señor resucitado y exaltado (Col. 3:1; cfr. Ef. 1:19, 20; 1 P. 1:3).