Los hebreos hablaban, sin gran precisión, de vientos que soplaban de los cuatro puntos cardinales (Jer. 49:36; Ez. 37:9; Ap. 7:1). Dios es el creador de los vientos, y los tiene a Su disposición (Jb. 28:24; Sal. 78:26; 107:25; 135:7; 148:8; Mt. 8:26).
En Israel, los vientos proceden del oeste, del suroeste y del noroeste, trayendo consigo lluvias y tempestades (1 R. 18:43-45; Sal. 147:18; Pr. 25:23; Ez. 13:13). Los vientos constituían un frecuente peligro para las casas y las naves (Jb. 1:19; Sal. 48:7; Mt. 7:27). Ardientes vientos secaban los cursos de agua y agostaban las plantas (Gn. 41:6; Is. 11:15; Ez. 19:12; Jon. 4:8). (Véase VIENTO SOLANO más abajo.) Los vientos del sur y del sureste, que provenían del desierto de Arabia, provocaban sequía y calor (Jb. 37:17; Lc. 12:55). El viento del norte, más fresco (Eclo. 43:20), era beneficioso para la vegetación (Cnt. 4:16). El aventador usaba la fuerza del viento, que se llevaba el tamo y la paja (Jb. 21:18; Sal. 1:4). Los navegantes se servían también de los vientos (Hch. 27:40). Los antiguos ya se habían dado cuenta de la regularidad con la que los vientos soplan, siguiendo los mismos circuitos (Ec. 1:6).