Por la entrada del pecado en el mundo entró asimismo no solamente la muerte, sino también la violencia, expresión de la energía lanzada a un afán de dominio ilegítimo por parte del hombre pecador, o en una oposición enérgica contra la actividad del pecado por parte de instrumentos para ello elegidos por Dios.
El primer acto de violencia registrado en la Biblia es el asesinato de Abel por parte de Caín (Gn. 4). Por la violencia inicua de los hombres Dios envió el Diluvio para destruirlos con la tierra (Gn. 6:11-13). Los malos aman la violencia (Sal. 11:5) y confían en ella para enriquecerse (Sal. 62:10). Dios aborrece la violencia inicua de los hombres, y en ocasiones responde a su violencia con una violencia justa en juicio (cfr. 1 R. 18:20-40; 21:18-29). La instauración del Reino de Cristo sobre la tierra será violenta y en juicio (cfr. Dn. 2:44, 45). Se debe insistir, sin embargo, en la distinción entre la violencia de los hombres pecadores, que buscan mediante ella satisfacer su soberbia o sus odios, y la violencia de Dios, ejecutada sólo como último recurso, en toda justicia y mesura, cuando la iniquidad ha llegado al colmo (cfr. Gn. 15:16), y por un Dios que es lento para la ira y grande en misericordia (Sal. 86:15; 103:8; 145:8).
El Reino de los Cielos sufre oposición violenta del enemigo desde su proclamación por su heraldo (Mt. 11:12; Lc. 16:16), y ello hasta su gloriosa instauración en poder y gloria (cfr. Dn. 2:44, 45). Aquellos dispuestos a afrontar valientemente la oposición son los que fuerzan la entrada al Reino usando de la energía de la fe. Los proclamadores del Reino han sufrido, y sólo los violentos, los que no se dejan detener por obstáculos y oposiciones de todo tipo, consiguen un puesto en este Reino. Este estado de cosas es temporal; con el Rey ausente, el cristiano sabe que no se halla aún en territorio «pacificado»; para ejercer esta «violencia» ha recibido la armadura descrita en Ef. 6:13-18.
Llegará el día en que desaparecerá definitivamente la violencia, con el establecimiento del estado eterno, en el que la justicia morará (2 P. 3:13; cfr. Ap. 21:3-5), una vez que Cristo haya destruido toda oposición (1 Co. 15:24-26). «Bienaventurados los mansos, porque ellos recibirán la tierra por heredad» (Mt. 5:5). Esta es la respuesta divina frente a la soberbia y violencia de los hombres, que buscan el dominio sobre los demás fiados en sus fuerzas. Todos los imperios humanos, fundados sobre la violencia y la opresión, se desmoronarán a la venida del Ángel cuyo nombre es Príncipe de Paz (Is. 9:6).