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Acuérdate de tu Creador en los días de tu juventud: antes que vengan los días malos, y lleguen los años de los cuales digas: “No tengo en ellos contentamiento”;
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antes que se oscurezcan el sol y la luz de la luna y de las estrellas, y las nubes vuelvan tras la lluvia;
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cuando tiemblen los guardias de la casa y se dobleguen los hombres valerosos; cuando estén inactivas las muelas, por quedar pocas, y se oscurezcan los que miran por las ventanas;
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cuando se cierren las puertas de la calle y se debilite el ruido del molino; cuando uno se levante ante el gorjeo de un pajarito y todas las hijas del cantosean abatidas;
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cuando también se tenga miedo de la altura y haya horrores en el camino; cuando florezca el almendro, la langosta se arrastre pesadamente y se pierda el deseo. Es que el hombre se va a su morada eterna, y los que hacen duelo rondan alrededor de la plaza.
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Acuérdate de él antes que se rompa el cordón de plata y se destroce el tazón de oro; antes que el cántaro se quiebre junto al manantial, y la rueda se rompa sobre el pozo.
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Es que el polvo vuelve a la tierra, como era; y el espíritu vuelve a Dios, quien lo dio.
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“Vanidad de vanidades”, dijo el Predicador; “todo es vanidad”.
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Y cuanto más sabio fue el Predicador, tanto más enseñó sabiduría al pueblo. También sopesó, investigó y compuso muchos proverbios.
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El Predicador procuró hallar palabras agradables y escribir correctamente palabras de verdad.
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