Explicación, estudio y comentario bíblico de Hechos 21:3-44 verso por verso
Después de avistar Chipre y de dejarla a la izquierda, navegábamos a Siria y arribamos a Tiro, porque el barco debía descargar allí.
Nos quedamos siete días allí, ya que hallamos a los discípulos. Mediante el Espíritu ellos decían a Pablo que no subiera a Jerusalén.
Cuando se nos pasaron los días, salimos acompañados por todos con sus mujeres e hijos hasta fuera de la ciudad y, puestos de rodillas en la playa, oramos.
Nos despedimos los unos de los otros y subimos al barco, y ellos volvieron a sus casas.
Habiendo completado la travesía marítima desde Tiro, arribamos a Tolemaida; y habiendo saludado a los hermanos, nos quedamos con ellos un día.
Al día siguiente, partimos y llegamos a Cesarea. Entramos a la casa de Felipe el evangelista, quien era uno de los siete, y nos alojamos con él.
Este tenía cuatro hijas solteras que profetizaban.
Y mientras permanecíamos allí por varios días, un profeta llamado Agabo descendió de Judea.
Al llegar a nosotros, tomó el cinto de Pablo, se ató los pies y las manos, y dijo: — Esto dice el Espíritu Santo: “Al hombre a quien pertenece este cinto, lo atarán así los judíos en Jerusalén, y le entregarán en manos de los gentiles”.
Cuando oímos esto, nosotros y también los de aquel lugar le rogamos que no subiera a Jerusalén.
Entonces Pablo respondió: — ¿Qué hacen llorando y quebrantándome el corazón? Porque yo estoy listo no solo a ser atado, sino también a morir en Jerusalén por el nombre del Señor Jesús.
Como él no se dejaba persuadir, desistimos diciendo: — Que se haga la voluntad del Señor.
Después de estos días, habiendo hecho los preparativos, subimos a Jerusalén.
También vinieron con nosotros unos discípulos de Cesarea, trayendo consigo a un tal Mnasón de Chipre, discípulo antiguo, en cuya casa nos hospedaríamos.
Cuando llegamos a Jerusalén, los hermanos nos recibieron de buena voluntad.
Al día siguiente, Pablo entró con nosotros para ver a Jacobo, y todos los ancianos se reunieron.
Después de saludarlos, les contaba una por una todas las cosas que Dios había hecho entre los gentiles por medio de su ministerio.
Cuando lo oyeron, glorificaron a Dios. Y le dijeron: — Tú ves, hermano, cuántos miles de judíos hay que han creído; y todos son celosos por la ley.
Pero se les ha informado acerca de ti, que tú enseñas a apartarse de Moisés a todos los judíos que están entre los gentiles, diciéndoles que no circunciden a sus hijos ni anden según nuestras costumbres.
¿Qué hay, pues, de esto? Seguramente oirán que has venido.
Por tanto, haz esto que te decimos. Entre nosotros hay cuatro hombres que han hecho votos.
Toma contigo a estos hombres, purifícate con ellos, paga por ellos para que se rapen sus cabezas, y todos sabrán que no hay nada de lo que se les ha informado acerca de ti, sino que tú también sigues guardando la ley.
Pero en cuanto a los gentiles que han creído, nosotros hemos escrito lo que habíamos decidido: que se abstengan de lo que es ofrecido a los ídolos, de sangre, de lo estrangulado y de inmoralidad sexual.
Entonces Pablo tomó consigo a aquellos hombres. Al día siguiente, después de purificarse con ellos, entró en el templo para dar aviso del día en que se cumpliría la purificación, cuando se ofrecería el sacrificio por cada uno de ellos.
Cuando iban a terminar los siete días, los judíos de Asia, al verle en el templo, comenzaron a alborotar a todo el pueblo y le echaron mano,
gritando: “¡Hombres de Israel! ¡Ayuden! ¡Este es el hombre que por todas partes anda enseñando a todos contra nuestro pueblo, la ley y este lugar! Y además de esto, ha metido griegos dentro del templo y ha profanado este lugar santo”.
Porque antes habían visto con él en la ciudad a Trófimo, un efesio, y suponían que Pablo lo había metido en el templo.
Así que toda la ciudad se agitó, y se hizo un tumulto del pueblo. Se apoderaron de Pablo y le arrastraron fuera del templo, y de inmediato las puertas fueron cerradas.
Mientras ellos procuraban matarle, llegó aviso al tribuno de la compañía que toda Jerusalén estaba alborotada.
De inmediato, este tomó soldados y centuriones, y bajó corriendo a ellos. Y cuando vieron al tribuno y a los soldados, dejaron de golpear a Pablo.
Entonces llegó el tribuno y le apresó, y mandó que le ataran con dos cadenas. Preguntó quién era y qué había hecho;
pero entre la multitud, unos gritaban una cosa y otros, otra. Como él no podía entender nada de cierto a causa del alboroto, mandó llevarlo a la fortaleza.
Y sucedió que cuando llegó a las gradas, Pablo tuvo que ser llevado en peso por los soldados a causa de la violencia de la multitud;
porque la muchedumbre del pueblo venía detrás gritando: “¡Mátalo!”.
Cuando ya iba a ser metido en la fortaleza, Pablo dijo al tribuno: — ¿Se me permite decirte algo? Y él dijo: — ¿Sabes griego?
Entonces, ¿no eres tú aquel egipcio que provocó una sedición antes de estos días, y sacó al desierto a cuatro mil hombres de los asesinos?
Entonces dijo Pablo: — A la verdad, yo soy judío, ciudadano de Tarso de Cilicia, una ciudad no insignificante. Y te ruego, permíteme hablar al pueblo.
Como él se lo permitió, Pablo, de pie en las gradas, hizo señal con la mano al pueblo. Hecho un profundo silencio, comenzó a hablar en hebreo diciendo: