Explicación, estudio y comentario bíblico de Hechos 8:9-44 verso por verso
Hacía tiempo había en la ciudad cierto hombre llamado Simón, que practicaba la magia y engañaba a la gente de Samaria, diciendo ser alguien grande.
Todos estaban atentos a él, desde el más pequeño hasta el más grande, diciendo: “¡Este sí que es el Poder de Dios, llamado Grande!”.
Le prestaban atención, porque con sus artes mágicas les había asombrado por mucho tiempo.
Pero cuando creyeron a Felipe mientras anunciaba el evangelio del reino de Dios y el nombre de Jesucristo, se bautizaban hombres y mujeres.
Aun Simón mismo creyó, y una vez bautizado él acompañaba a Felipe; y viendo las señales y grandes maravillas que se hacían, estaba atónito.
Los apóstoles que estaban en Jerusalén, al oír que Samaria había recibido la palabra de Dios, les enviaron a Pedro y a Juan,
los cuales descendieron y oraron por los samaritanos para que recibieran el Espíritu Santo.
Porque aún no había descendido sobre ninguno de ellos el Espíritu Santo; solamente habían sido bautizados en el nombre de Jesús.
Entonces les impusieron las manos y recibieron el Espíritu Santo.
Cuando Simón vio que por medio de la imposición de las manos de los apóstoles se daba el Espíritu Santo, les ofreció dinero,
diciendo: — Denme también a mí este poder, para que cualquiera a quien yo imponga las manos reciba el Espíritu Santo.
Entonces Pedro le dijo: — ¡Tu dinero perezca contigo, porque has pensado obtener por dinero el don de Dios!
Tú no tienes parte ni suerte en este asunto, porque tu corazón no es recto delante de Dios.
Arrepiéntete, pues, de esta tu maldad y ruega a Dios, si quizás te sea perdonado el pensamiento de tu corazón;
porque veo que estás destinado a hiel de amargura y a cadenas de maldad.
Entonces respondiendo Simón dijo: — Rueguen ustedes por mí ante el Señor, para que ninguna cosa de las que han dicho venga sobre mí.
Ellos, después de haber testificado y hablado la palabra de Dios, regresaron a Jerusalén y anunciaban el evangelio en muchos pueblos de los samaritanos.
Un ángel del Señor habló a Felipe diciendo: “Levántate y ve hacia el sur por el camino que desciende de Jerusalén a Gaza, el cual es desierto”.
Él se levantó y fue. Y he aquí un eunuco etíope, un alto funcionario de Candace, la reina de Etiopía, quien estaba a cargo de todos sus tesoros y que había venido a Jerusalén para adorar,
regresaba sentado en su carro leyendo el profeta Isaías.
El Espíritu dijo a Felipe: “Acércate y júntate a ese carro”.
Y Felipe corriendo le alcanzó y le oyó que leía el profeta Isaías. Entonces le dijo: — ¿Acaso entiendes lo que lees?
Y él le dijo: — ¿Pues cómo podré yo, a menos que alguien me guíe? Y rogó a Felipe que subiera y se sentara junto a él.
La porción de las Escrituras que leía era esta: Como oveja, al matadero fue llevado, y como cordero mudo delante del que lo trasquila, así no abrió su boca.
En su humillación, se le negó justicia; pero su generación, ¿quién la contará? Porque su vida es quitada de la tierra.
Respondió el eunuco a Felipe y dijo: — Te ruego, ¿de quién dice esto el profeta? ¿Lo dice de sí mismo o de algún otro?
Entonces Felipe abrió su boca, y comenzando desde esta Escritura, le anunció el evangelio de Jesús.
Mientras iban por el camino, llegaron a donde había agua, y el eunuco dijo: — He aquí hay agua. ¿Qué impide que yo sea bautizado?
Y mandó parar el carro. Felipe y el eunuco descendieron ambos al agua, y él le bautizó.
Cuando subieron del agua, el Espíritu del Señor arrebató a Felipe. Y el eunuco no le vio más, pues seguía su camino gozoso.
Pero Felipe se encontró en Azoto, y pasando por allí, anunciaba el evangelio en todas las ciudades, hasta que llegó a Cesarea.