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— Escuchen atentamente mis palabras; sea esto su consolación.
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Sopórtenme, y yo hablaré; y después de que yo haya hablado, búrlense.
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»¿Acaso me quejo ante algún hombre? ¿Por qué no se ha de impacientar mi espíritu?
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Vuelvan la cara hacia mí y horrorícense; pongan la mano sobre la boca.
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Aun cuando recuerdo, me espanto; y el estremecimiento se apodera de mi carne.
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»¿Por qué viven los impíos y se envejecen, y además crecen en riquezas?
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Sus descendientes se establecen delante de ellos; sus vástagos permanecen ante sus ojos.
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Sus casas están libres de temor, y sobre ellos no está el azote de Dios.
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Su toro fecunda sin fallar; sus vacas paren y no pierden crías.
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Sus pequeños salen como si fueran manada; sus niños van danzando.
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Cantan al son del tamboril y del arpa; se regocijan al son de la flauta.
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Pasan sus días en la prosperidad, y con tranquilidad descienden al Seol.
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Luego dicen a Dios: “¡Apártate de nosotros! No queremos el conocimiento de tus caminos.
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¿Quién es el Todopoderoso para que le sirvamos? ¿De qué nos aprovechará que oremos ante él?”.
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He aquí que la prosperidad de ellos no está en sus propias manos. ¡Lejos esté de mí el consejo de los impíos!
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»¿Cuántas veces es apagada la lámpara de los impíos, o viene sobre ellos la calamidad, o Dios en su ira les reparte destrucción?
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Son como la paja ante el viento, o como el tamo que arrebata el huracán.