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»Entonces yo iba al tribunal de la ciudad y alistaba mi asiento en la plaza.
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Los jóvenes me veían y se hacían a un lado; los ancianos se levantaban y permanecían de pie.
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Los magistrados detenían sus palabras y ponían la mano sobre su boca.
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La voz de los nobles se apagaba y su lengua se pegaba a su paladar.
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Cuando los oídos me oían, me llamaban: “¡Dichoso!”. Cuando los ojos me veían, daban testimonio en mi favor.
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Porque yo libraba al pobre que clamaba y al huérfano que no tenía quien le ayudara.
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La bendición del moribundo caía sobre mí, y yo daba alegría al corazón de la viuda.
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Yo me vestía de rectitud, y ella me vestía a mí; como manto y turbante era mi justicia.
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