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»Entonces yo iba al tribunal de la ciudad y alistaba mi asiento en la plaza.
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Los jóvenes me veían y se hacían a un lado; los ancianos se levantaban y permanecían de pie.
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Los magistrados detenían sus palabras y ponían la mano sobre su boca.
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La voz de los nobles se apagaba y su lengua se pegaba a su paladar.
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Cuando los oídos me oían, me llamaban: “¡Dichoso!”. Cuando los ojos me veían, daban testimonio en mi favor.
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Porque yo libraba al pobre que clamaba y al huérfano que no tenía quien le ayudara.
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La bendición del moribundo caía sobre mí, y yo daba alegría al corazón de la viuda.
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Yo me vestía de rectitud, y ella me vestía a mí; como manto y turbante era mi justicia.
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»Yo era ojos para el ciego y pies para el cojo.
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Era un padre para los necesitados, e investigaba la causa que no conocía.
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Yo rompía las quijadas del inicuo, y de sus dientes arrancaba la presa.
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»Yo me decía: “En mi nido expiraré, y multiplicaré mis días como la arena”.
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Mi raíz alcanzaba hasta las aguas, y de noche el rocío se posaba en mis ramas.
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Mi honra se mantenía nueva en mí, y mi arco se renovaba en mi mano.
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»Ellos me escuchaban y esperaban; ante mi consejo guardaban silencio.
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Después de mi palabra no volvían a hablar, y mi discurso destilaba sobre ellos.
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Me esperaban como a la lluvia, y abrían su boca como a la lluvia tardía.
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Cuando me reía con ellos, ¡no lo creían! No dejaban decaer la luz de mi rostro.
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Yo escogía el camino para ellos y me sentaba como su jefe. Yo vivía como un rey que está en medio de sus tropas, como el que consuela a los que están de duelo.