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Los jóvenes me veían y se hacían a un lado; los ancianos se levantaban y permanecían de pie.
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Los magistrados detenían sus palabras y ponían la mano sobre su boca.
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La voz de los nobles se apagaba y su lengua se pegaba a su paladar.
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Cuando los oídos me oían, me llamaban: “¡Dichoso!”. Cuando los ojos me veían, daban testimonio en mi favor.
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