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Mis días son más veloces que la lanzadera del tejedor y se acaban sin que haya esperanza.
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»Acuérdate, oh Dios, de que mi vida es un soplo; mis ojos no volverán a ver el bien.
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El ojo del que me ve no me verá más. Tu ojo se fijará en mí, y yo ya no estaré.
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Como la nube se deshace y se desvanece, así el que desciende al Seol no volverá a subir.
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No volverá más a su casa, ni su lugar lo volverá a reconocer.
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»Por tanto, yo no refrenaré mi boca. Hablaré en la angustia de mi espíritu; me quejaré en la amargura de mi alma.
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¿Acaso soy yo el mar o el monstruo marino para que me pongas bajo guardia?
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Cuando digo: “Mi cama me consolará, mi lecho aliviará mis quejas”,
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entonces me aterras con sueños y me turbas con visiones.
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Y así mi alma prefiere la asfixia y la muerte, antes que estos mis huesos.
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¡Me deshago! No he de vivir para siempre. ¡Déjame, pues mis días son vanidad!
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»¿Qué es el hombre, para que lo engrandezcas y para que te preocupes de él;
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para que lo visites cada mañana, y para que a cada instante lo pongas a prueba?