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¡Cómo se ha empañado el oro! ¡Cómo se ha alterado el buen oro! Las piedras del santuario están esparcidas por los cruces de todas las calles.
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Los apreciados hijos de Sion, que eran estimados en oro fino, ¡cómo son tenidos ahora como vasijas de barro, obra de manos de alfarero!
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Hasta los chacales dan la teta y amamantan a sus cachorros, pero la hija de mi pueblo se ha vuelto cruel, como los avestruces del desierto.
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Se pega a su paladar la lengua del niño de pecho, a causa de la sed. Los pequeñitos piden pan, y no hay quien se lo reparta.
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Los que comían delicados manjares han quedado desolados en las calles. Los que fueron criados con carmesí han abrazado la basura.
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Es mayor la iniquidad de la hija de mi pueblo que el pecado de Sodoma, que fue trastornada en un momento sin que pusieran manos sobre ella.
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Eran más limpios sus príncipes que la nieve, más blancos que la leche. Sus mejillas eran sonrosadas, más que las perlas. Su talle era como el zafiro.
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Más oscuros que el hollín están ahora sus semblantes; no los reconocen por las calles. Su piel está encogida sobre sus huesos, reseca como un palo.
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Más afortunados fueron los muertos por la espada que los muertos por el hambre. Porque estos murieron poco a poco, atravesados por falta de los productos del campo.
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Las manos de las mujeres compasivas cocinaron a sus propios hijos. Ellos les sirvieron de comida en medio del quebranto de la hija de mi pueblo.
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Agotó el SEÑOR su furor; derramó el ardor de su ira. Prendió fuego en Sion, el cual devoró sus cimientos.
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No creían los reyes de la tierra ni ninguno de los habitantes del mundo, que el adversario y el enemigo entrarían por las puertas de Jerusalén.